Page 806 - El Señor de los Anillos
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                  Las decisiones de maese Samsagaz
      F rodo yacía de cara al cielo, y Ella-Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a
      su víctima que no advirtió la presencia de Sam ni lo oyó gritar hasta que lo tuvo a
      pocos pasos. Sam, llegando a todo correr, vio a Frodo atado con cuerdas que lo
      envolvían  desde  los  hombros  hasta  los  tobillos;  y  ya  el  monstruo,  a  medias
      levantándolo con las grandes patas delanteras, a medias a la rastra, se lo estaba
      llevando.
        Junto  a  Frodo  en  el  suelo,  inútil  desde  que  se  le  cayera  de  la  mano,
      centelleaba la espada élfica. Sam no perdió tiempo en preguntarse qué convenía
      hacer, o si lo que sentía era coraje, o lealtad, o furia. Se abalanzó con un grito y
      recogió con la mano izquierda la espada de Frodo. Luego atacó. Jamás se vio
      ataque  más  feroz  en  el  mundo  salvaje  de  las  bestias,  como  si  una  alimaña
      pequeña y desesperada, armada tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra
      una torre de cuerno y cuero, inclinada sobre el compañero caído.
        Como interrumpida en medio de una ensoñación por el breve grito de Sam,
      Ella-Laraña volvió lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero
      antes que llegara a advertir que la furia de este enemigo era mil veces superior a
      todas las que conociera en años incontables, la espada centelleante le mordió el
      pie y amputó la garra. Sam saltó adentro, al arco formado por las patas, y con un
      rápido  movimiento  ascendente  de  la  otra  mano,  lanzó  una  estocada  a  los  ojos
      arracimados en la cabeza gacha de Ella-Laraña. Un gran ojo quedó en tinieblas.
        Ahora  la  criatura  pequeña  y  miserable  estaba  debajo  de  la  bestia,
      momentáneamente  fuera  del  alcance  de  los  picotazos  y  las  garras.  El  vientre
      enorme pendía sobre él con una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía
      respirar.  No  obstante,  la  furia  de  Sam  alcanzó  para  que  asestara  otro  golpe,  y
      antes de que Ella-Laraña se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese
      pequeño arrebato de insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con
      una fuerza desesperada.
        Pero  Ella-Laraña  no  era  como  los  dragones,  y  no  tenía  más  puntos
      vulnerables que los ojos. Aquel pellejo secular de agujeros y protuberancias de
      podredumbre estaba protegido interiormente por capas y capas de excrecencias
      malignas. La hoja le abrió una incisión horrible, mas no había fuerza humana
      capaz  de  atravesar  aquellos  pliegues  y  repliegues  monstruosos,  ni  aun  con  un
      acero forjado por los elfos o por los enanos, o empuñado en los días antiguos por
      Beren o Túrin. Se encogió al sentir el golpe, pero en seguida levantó el gran saco
      del vientre muy por encima de la cabeza de Sam. El veneno brotó espumoso y
      burbujeante de la herida. Luego, abriendo las patas, dejó caer otra vez la mole
      enorme sobre Sam. Demasiado pronto. Pues Sam estaba aún en pie, y soltando la
      espada  tomó  con  ambas  manos  la  hoja  élfica,  y  apuntándola  al  aire  paró  el
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