Page 808 - El Señor de los Anillos
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Y al instante se levantó, tambaleándose, y fue otra vez el hobbit Samsagaz,
hijo de Hamfast.
—¡A ver, acércate bestia inmunda! —gritó—. Has herido a mi amo y me las
pagarás. Seguiremos adelante, te lo aseguro, pero primero arreglaremos cuentas
contigo. ¡Acércate y prueba otra vez!
Como si el espíritu indomable de Sam hubiese reforzado la potencia del
cristal, el frasco de Galadriel brilló de pronto como una antorcha incandescente.
Centelleó, y pareció que una estrella cayera del firmamento rasgando el aire
tenebroso con una luz deslumbradora. Jamás un terror como este que venía de los
cielos había ardido con tanta fuerza delante de Ella-Laraña. Los rayos le entraron
en la cabeza herida y la terrible infección de luz se extendió de ojo a ojo. La
bestia cayó hacia atrás agitando en el aire las patas delanteras, enceguecida por
los relámpagos internos, la mente en agonía. Luego volvió la cabeza mutilada,
rodó a un costado, y adelantando primero una garra y luego otra, se arrastró
hacia la abertura en el acantilado sombrío.
Sam la persiguió, vacilante, tambaleándose como un hombre ebrio. Y Ella-
Laraña, domada al fin, encogida en la derrota, temblaba y se sacudía tratando de
huir. Llegó al agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso,
y desapareció en el momento en que Sam, antes de desplomarse, le asestaba un
último golpe a las patas traseras.
Ella-Laraña había desaparecido; y la historia no cuenta si permaneció largo
tiempo encerrada rumiando su malignidad y su desdicha, y si en lentos años de
tinieblas se curó desde adentro y reconstituyó los racimos de los ojos, hasta que
un hambre mortal la llevó a tejer otra vez las redes horribles en los valles de las
Montañas de las Sombras.
Sam se quedó solo. Penosamente, mientras la noche del País sin Nombre caía
sobre el lugar de la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.
—¡Mi amo, mi querido amo! —gritó. Pero Frodo no habló. Mientras corría
hacia adelante en plena exaltación, feliz al verse en libertad, Ella-Laraña lo había
perseguido con una celeridad aterradora y de un solo golpe le había clavado en el
cuello el pico venenoso. Ahora Frodo yacía pálido, inmóvil, insensible a cualquier
voz.
¡Mi amo, mi querido amo! repitió Sam, y esperó durante un largo silencio,
escuchando en vano.
Luego, lo más rápido que pudo, cortó las cuerdas y apoyó la cabeza en el
pecho y en la boca de Frodo pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más
leve latido del corazón. Le frotó varias veces las manos y los pies y le tocó la
frente, pero todo estaba frío.
—¡Frodo, señor Frodo! —exclamó—. ¡No me deje aquí solo! Es su Sam
quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda seguirlo. ¡Despierte, señor