Page 812 - El Señor de los Anillos
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descendía al País sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por
      la duda intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una
      mancha  borrosa  y  pequeña  en  la  penumbra;  y  creyó  ver  o  adivinar  el  lugar
      donde yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un
      leve  resplandor,  o  tal  vez  fuese  tan  sólo  un  efecto  de  las  lágrimas  que  le
      empañaban los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su
      vida entera había caído en ruinas.
        —Si al menos pudiera cumplir mi deseo —suspiró—, mi único deseo: ¡volver
      y encontrarlo! —Luego, por fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él
      y avanzó unos pocos pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado
      alguna vez.
        Apenas unos pocos pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería
      y ya nunca más volvería a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó
      gritos y voces. Sam esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante
      y  atrás  de  él.  Un  fuerte  ruido  de  pisadas  y  voces  roncas:  los  orcos  subían  al
      Desfiladero desde el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre.
      Pasos precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas,
      antorchas  que  parpadeaban  a  lo  lejos  a  la  salida  del  túnel.  La  cacería  había
      comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.
        La  temblorosa  luz  de  las  antorchas  y  el  retintín  de  los  aceros  se  iban
      acercando. Un momento más, y llegarían a la cima, y caerían sobre él. Había
      perdido  un  tiempo  precioso  en  decidirse,  y  ahora  todo  era  inútil.  ¿Cómo  huir,
      cómo salvarse, cómo salvar el Anillo? El Anillo. No fue ni un pensamiento ni una
      decisión: de pronto se dio cuenta de que se había sacado la cadena y de que tenía
      el  Anillo  en  la  mano.  La  vanguardia  de  la  horda  de  orcos  apareció  en  el
      Desfiladero, justo delante de él. Entonces se puso el Anillo en el dedo.
      El mundo se transformó, y un solo instante de tiempo se colmó de una hora de
      pensamiento. Advirtió en seguida que oía mejor y que la vista se le debilitaba,
      pero no como en el antro de Ella-Laraña. Aquí todo cuanto veía alrededor no era
      oscuro sino impreciso; y él, en un mundo gris y nebuloso, se sentía como una
      pequeña roca negra y solitaria, y el Anillo, que le pesaba y le tironeaba en la
      mano izquierda, era como un globo de oro incandescente. No se sentía para nada
      invisible,  sino  por  el  contrario,  horrible  y  nítidamente  visible;  y  sabía  que  en
      alguna parte un Ojo lo buscaba.
        Oía  crujir  las  piedras,  y  el  murmullo  del  agua  a  lo  lejos  en  el  Valle  de
      Morgul; y en lo profundo de la roca la bullente desesperación de Ella-Laraña,
      extraviada en algún pasadizo ciego; y voces en las mazmorras de la torre; y los
      gritos de los orcos que salían del túnel; y ensordecedor, rugiente, el ruido de los
      pasos y los alaridos de los orcos. Se acurrucó contra la pared de roca. Pero ellos
      seguían  subiendo,  un  ejército  espectral  de  figuras  grises  distorsionadas  en  la
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