Page 814 - El Señor de los Anillos
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antes que caigan sobre mí? Verán la llama de la espada no bien la desenvaine, y
tarde o temprano me atraparán. Me pregunto si alguna canción mencionará
alguna vez esta hazaña: De cómo Samsagaz cayó en el Paso Alto y levantó una
muralla de cadáveres alrededor del cuerpo de su amo. No, no habrá canciones.
Claro que no las habrá, porque el Anillo será descubierto, y acabarán para
siempre las canciones. No lo puedo evitar. Mi lugar está al lado del señor Frodo.
Es necesario que lo entiendan… Elrond y el Concilio, y los grandes Señores y las
grandes Damas, tan sabios todos. Los planes que ellos trazaron han fracasado. No
puedo ser yo el Portador del Anillo. No sin el señor Frodo.
Pero los orcos ya no estaban al alcance de la debilitada vista del hobbit. Sam no
había tenido tiempo de pensar en sí mismo. De pronto se sintió cansado, casi
exhausto: las piernas se negaban a responder. Avanzaba con increíble lentitud. El
sendero le parecía interminable. ¿A dónde habrían ido los orcos en medio de
semejante niebla?
¡Ah, ahí estaban otra vez! A bastante distancia todavía. Un grupo de figuras
alrededor de algo que yacía en el suelo; unos pocos correteaban de aquí para
allá, encorvados como perros que han husmeado una pista. Sam intentó un último
esfuerzo.
—¡Coraje, Sam! —se dijo—, o llegarás otra vez demasiado tarde. —Aflojó
la espada. Dentro de un momento la desenvainaría, y entonces…
Se oyó un clamor salvaje, gritos, risas cuando levantaron algo del suelo.
—¡Ya hoi! ¡Ya harri hoi! ¡Arriba! ¡Arriba! Entonces una voz gritó:
—¡De prisa ahora! ¡Por el camino más corto a la Puerta de Abajo! Parece
que ella no nos molestará esta noche. —La pandilla de sombras se puso en
marcha. En el centro cuatro de ellos cargaban un cuerpo sobre los hombros—.
¡Ya hoi!
Se habían marchado y se llevaban el cuerpo de Frodo. Sam nunca podría
alcanzarlos. Sin embargo, no se dio por vencido. Los orcos ya estaban entrando
en el túnel. Los que llevaban el cuerpo pasaron primero, los otros los siguieron, a
los codazos y los empujones. Sam avanzó algunos pasos. Desenvainó la espada,
un centelleo azul en la mano trémula, pero nadie lo vio. Avanzaba aún, sin aliento,
cuando el ultimo orco desapareció en el agujero oscuro.
Sam se detuvo un instante, jadeando, apretándose el pecho. Luego se pasó la
manga por la cara, y se enjugó la suciedad, y el sudor, y las lágrimas.
—¡Basura maldita! —exclamó, y saltó tras ellos hundiéndose en la sombra.
Esta vez el túnel no le pareció tan oscuro; tuvo más bien la impresión de haber
pasado de una niebla más ligera a otra más densa. El cansancio aumentaba, pero
se sentía cada vez más decidido. Le parecía vislumbrar, no lejos de allí, la luz de