Page 813 - El Señor de los Anillos
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niebla, sólo sueños de terror con llamas pálidas en las manos. Y pasaron junto al
hobbit. Sam se agazapó, tratando de escabullirse y esconderse en alguna grieta.
Prestó oídos. Los orcos que salían del túnel y los que ya descendían por el
Desfiladero se habían visto, y apurando el paso hablaban entre ellos a voz en
cuello. Sam los oía claramente, y entendía lo que decían. Tal vez el Anillo le
había dado el don de entender todas las lenguas (o simplemente el don de la
comprensión), en particular la de los servidores de Sauron, el artífice, de modo
tal que si prestaba atención entendía y podía traducir los pensamientos de los
orcos. Sin duda los poderes del Anillo aumentaban enormemente a medida que
se acercaba a los lugares en que fuera forjado; pero de algo no cabía duda: no
transmitía coraje. Por el momento Sam no pensaba en otra cosa que en
esconderse, en pegarse al suelo hasta que retornase la calma, y escuchaba con
ansiedad. No hubiera sabido decir a qué distancia hablaban, ya que las palabras
le resonaban casi dentro de los oídos.
—¡Hola! ¡Gorbag! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? ¿Aún no estás harto de
guerra?
—Ordenes, imbécil. ¿Y qué estás haciendo tú, Shagrat? ¿Cansado de estar ahí
arriba, agazapado? ¿Tienes intenciones de bajar a combatir?
—Las órdenes te las doy yo a ti. Este paso está bajo mi custodia. De modo
que cuida lo que dices. ¿Tienes algo que informar?
—Nada.
—¡Hai! ¡Hai! ¡Yoi!
Un griterío interrumpió la conversación de los cabecillas. Los orcos que
estaban más abajo habían visto algo. Echaron a correr. Y de pronto todos los
demás los siguieron.
—¡Hai! ¡Hola! ¡Hay algo aquí! En el medio del camino. ¡Un espía! ¡Un
espía! —Hubo un clamor de cuernos enronquecidos y una babel de voces
destempladas.
Sam tuvo un terrible sobresalto, y la cobardía que lo dominaba se disipó como un
sueño. Habían visto a su amo. ¿Qué le irían a hacer?
Se contaban acerca de los orcos historias que helaban la sangre. No, era
inadmisible. De un salto estuvo de pie. Mandó a paseo la misión, todas sus
decisiones y junto con ellas el miedo y la duda. Ahora sabía cuál era y cuál
había sido siempre su lugar: junto a su amo, aunque ignoraba de qué podía servir
estando allí. Se lanzó escaleras abajo y corrió por el sendero en dirección a
Frodo.
—¿Cuántos son? —se preguntó—. Treinta o cuarenta por lo menos los que
vienen de la torre, y allá abajo hay muchos más, supongo. ¿Cuántos podré matar