Page 811 - El Señor de los Anillos
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—. ¡Tomémosla, entonces!
      Se agachó. Desprendió con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor
      del cuello de Frodo, e introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza,
      besó la frente helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez,
      descansando. No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los
      otros signos esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había
      abandonado la Búsqueda.
        —¡Adiós, amo querido! —murmuró—. Perdone a su Sam. Él regresará en
      cuanto  haya  llevado  a  cabo  la  tarea…  si  lo  consigue.  Y  entonces  nunca  más
      volverá  a  abandonarlo.  Descanse  tranquilo  hasta  mi  regreso:  ¡y  que  ninguna
      criatura inmunda se le acerque! Y si la Dama pudiese oírme y concederme un
      deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!
        Luego, inclinándose, se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del
      Anillo lo encorvó hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme.
      Pero poco a poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en
      él, irguió la cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía
      caminar  con  la  carga.  Y  entonces  alzó  un  momento  el  frasco  para  mirar  por
      última vez a su amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de
      la estrella vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del
      rostro de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza
      élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las
      sombras. Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido
      la luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.
      No tuvo mucho que caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí;
      pero adelante a unas doscientas yardas o quizá menos, corría el Desfiladero. El
      sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco profundo excavado a
      lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga flanqueada por paredes
      rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto Sam llegó a un tramo de
      escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos se erguía justo encima,
      negra y hostil, y en ella brillaba el ojo incandescente. Las sombras de la base
      ocultaban  al  hobbit.  Llegó  a  lo  alto  de  la  escalera  y  se  encontró  por  fin  en  el
      Desfiladero.
        —Lo he decidido —se repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo
      había pensado muchas veces, lo que estaba haciendo era del todo contrario a su
      naturaleza—.  ¿Me  habré  equivocado?  —murmuró—.  ¿Qué  hubiera  tenido  que
      hacer?
        Mientras las paredes casi verticales del desfiladero se cerraban alrededor de
      él,  antes  de  llegar  a  la  cima  misma,  y  antes  de  mirar  por  fin  el  sendero  que
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