Page 883 - El Señor de los Anillos
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                   El Acantonamiento de Rohan
      A hora  todos  los  caminos  corrían  a  la  par  hacia  el  Este,  hacia  la  guerra  ya
      inminente, a enfrentar el ataque de la Sombra. Y en el momento mismo en que
      Pippin asistía, en la Puerta Grande de la Ciudad, a la llegada del Príncipe de Dol
      Amroth con sus estandartes, Théoden Rey de Rohan descendía desde las colinas.
        La  tarde  declinaba.  A  los  últimos  rayos  del  poniente,  las  sombras  largas  y
      puntiagudas de los jinetes se adelantaban a las cabalgaduras. Ya la oscuridad se
      había  agazapado  bajo  los  abetos  susurrantes  que  vestían  los  flancos  de  la
      montaña, y ahora, al final de la jornada, el rey cabalgaba lentamente. Pronto el
      camino contorneó un gran espolón de roca desnuda y se internó de improviso en
      la penumbra suspirante de una arboleda. Los jinetes descendían, descendían sin
      cesar  en  una  larga  fila  serpentina.  Cuando  llegaron  por  fin  al  fondo  de  la
      garganta, ya caía la noche en los bajíos. El sol había desaparecido. El crepúsculo
      se tendía sobre las cascadas.
        Durante todo el día, abajo y a lo lejos, habían visto un arroyo que descendía a
      los saltos desde la alta garganta, y corría por un cauce estrecho entre unos muros
      revestidos de pinos; ahora, pasando por una puerta rocosa, penetraba en un valle
      más ancho. Siguiendo el curso del arroyo los jinetes se encontraron de pronto
      ante el Valle Sagrado, donde resonaban las voces del agua en la noche. En ese
      paraje,  el  Río  Nevado,  engrosado  con  el  caudal  del  arroyo,  se  precipitaba,
      humeante y espumoso sobre las rocas hacia Edoras y las colinas y las praderas
      verdes. A lo lejos y a la derecha, a la entrada del gran valle, asomaba erguida
      sobre  vastos  contrafuertes  velados  por  las  nubes  la  poderosa  cabeza  del  Pico
      Afilado; pero la cresta resplandecía allá en las alturas, vestida de nieves eternas,
      solitaria y aislada del mundo, sombreada de azul en el este, teñida del rojo del
      crepúsculo en el oeste.
        Merry contempló con asombro aquel país extraño, del que había oído tantas
      historias a lo largo del camino. Era un mundo sin cielo, en el que los ojos del
      hobbit,  a  través  de  resquicios  de  aire  tenebroso,  no  veían  nada  más  que
      pendientes cada vez más altas, murallones de piedra detrás de otros murallones,
      y precipicios amenazantes envueltos en nieblas. Por un momento, como en un
      duermevela, escuchó los rumores del agua, el murmullo de los árboles, el crujido
      de las piedras, y el vasto silencio expectante detrás de cada ruido. A Merry lo
      fascinaban las montañas, o lo había fascinado la idea de las montañas, marco
      sempiterno de las historias de países lejanos; pero ahora lo retenía abajo el peso
      insoportable de la Tierra Media. Hubiera querido cerrarle las puertas a aquella
      inmensidad, en una habitación tranquila junto a un fuego.
        Estaba muy fatigado, pues si bien la cabalgata había sido lenta, rara vez se
      habían detenido a descansar. Hora tras hora durante casi tres días interminables
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