Page 887 - El Señor de los Anillos
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desembocó  en  una  vasta  altiplanicie.  Firienfeld  la  llamaban  los  hombres:  una
      meseta cubierta de hierbas y brezales, que dominaba los lechos profundamente
      excavados del Río Nevado, asentada en el regazo de las grandes montañas: el
      Pico Afilado al sur, la dentada mole del Irensaga, y entre ambos, de frente a los
      jinetes, el muro negro y siniestro del Dwimor, el Monte de los Espectros, que se
      elevaba  entre  pendientes  empinadas  de  abetos  sombríos.  La  meseta  estaba
      dividida  en  dos  por  una  doble  hilera  de  piedras  erectas  e  informes  que  se
      encogían en la oscuridad y se perdían entre los árboles. Quienes osaban tomar
      ese  camino  llegarían  muy  pronto  al  tenebroso  Bosque  Sombrío  al  pie  del
      Dwimor, a la amenaza del pilar de piedra y a la sombra bostezante de la puerta
      prohibida.
        Tal  era  el  oscuro  refugio  que  llamaban  el  Baluarte  del  Sagrario,  obra  de
      hombres  olvidados  en  un  pasado  remoto.  El  nombre  de  esas  gentes  se  había
      perdido,  y  ninguna  canción,  ninguna  leyenda  lo  recordaba.  Con  qué  propósito
      habían construido este lugar, si como ciudad, o templo secreto o para tumba de
      reyes, nadie hubiera podido decirlo. Allí habían sobrellevado las penurias de los
      Años Oscuros, antes que llegase a las costas occidentales el primer navío, antes
      aún que los Dúnedain fundaran el reino de Gondor; y ahora habían desaparecido,
      y allí sólo quedaban los hombres Púkel, eternamente sentados en los recodos del
      sendero.
        Merry  observaba  con  ojos  azorados  el  desfile  de  las  piedras:  negras  y
      desgastadas,  algunas  inclinadas,  otras  caídas,  algunas  rotas  o  resquebrajadas;
      parecían  hileras  de  dientes  viejos  y  ávidos.  Se  preguntó  qué  podían  significar;
      esperaba que el rey no tuviese la intención de seguirlas hasta la oscuridad del otro
      lado. De pronto notó que había tiendas y barracas junto al camino de las piedras,
      y al borde de la escarpada, como si las hubieran agrupado evitando la cercanía
      de  los  árboles,  y  casi  todas  ellas  estaban  a  la  derecha  del  camino,  donde
      Firienfeld era más ancho; a la izquierda se veía un campamento pequeño, y en el
      centro se elevaba un pabellón. En ese momento un jinete les salió al paso desde
      aquel lado, y la comitiva se desvió del camino.
        Cuando  se  acercaron,  Merry  vio  que  el  jinete  era  una  mujer  de  largos
      cabellos trenzados que resplandecían en el crepúsculo; sin embargo, llevaba un
      casco y estaba vestida hasta la cintura como un guerrero, y ceñía una espada.
        —¡Salve, Señor de la Marca! exclamó. Mi corazón se regocija con vuestro
      retorno.
        —¿Y cómo estás tú, Eowyn? —dijo Théoden—. ¿Todo ha marchado bien?
        —Todo bien —respondió ella. Pero a Merry le pareció que la voz desmentía
      las palabras, y hasta pensó que ella había estado llorando, si esto era posible en
      alguien de rostro tan austero—. Todo bien. Fue un viaje agotador para la gente,
      arrancada de improviso de sus hogares; hubo palabras duras, pues hacía tiempo
      preparados, pues he tenido noticias recientes de vos, y hasta conocía la hora de
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