Page 886 - El Señor de los Anillos
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valle en línea recta hacia el este. Todo alrededor se extendían llanos y praderas
de hierbas ásperas, grises ahora en la penumbra del anochecer; pero al frente,
del otro lado del valle, Merry vio una hosca pared de piedra, última ramificación
de las poderosas raíces del Pico Afilado, que el río había inundado en tiempos ya
remotos.
Una multitud ocupaba todos los espacios llanos. Algunos de los hombres se
apiñaban a orillas del camino y aclamaban alborozados al rey y a los jinetes
venidos del Oeste; pero más atrás, y extendiéndose a lo largo del valle, había
hileras de tiendas de campaña y cobertizos, filas de caballos sujetos a estacas,
grandes reservas de armas, y haces de lanzas erizadas como montes de árboles
recién plantados. La gran asamblea desaparecía ya en la oscuridad, y sin
embargo, aunque el viento de la noche soplaba helado desde las cumbres, no
brillaba una sola linterna, no chisporroteaba ningún fuego. Los centinelas
rondaban envueltos en pesados capotes.
Merry se preguntó cuántos jinetes habría allí reunidos. No podía contarlos en
la creciente oscuridad, pero tenía la impresión de que era un gran ejército, de
muchos miles de hombres. Mientras miraba a un lado y a otro, el rey y su
escolta llegaron al pie del risco que flanqueaba el valle en el este; y allí el
sendero trepaba de pronto, y Merry alzó la mirada, estupefacto. El camino en
que ahora se encontraba no se parecía a ninguno que hubiera visto antes: una
obra magistral del ingenio del hombre en un tiempo que las canciones no
recordaban. Subía y subía, ondulante y sinuoso como una serpiente, abriéndose
paso a través de la roca escarpada. Empinado como una escalera, trepaba en
idas y venidas. Los caballos podían subir por él, y hasta arrastrar lentamente las
carretas; pero ningún enemigo podía salirles al paso, a no ser por el aire, si estaba
defendido desde arriba. En cada recodo del camino, se alzaban unas grandes
piedras talladas, enormes figuras humanas de miembros pesados, sentadas en
cuclillas con las piernas cruzadas, los brazos replegados sobre los vientres
prominentes. Algunas, desgastadas por los años, habían perdido todas las
facciones, excepto los agujeros sombríos de los ojos que aún miraban con tristeza
a los viajeros. Los jinetes no les prestaron ninguna atención. Los llamaban los
hombres Púkel, y apenas se dignaron mirarlos: ya no eran ni poderosos ni
terroríficos. Merry en cambio contemplaba con extrañeza y casi con piedad
aquellas figuras que se alzaban melancólicamente en las sombras del crepúsculo.
Al cabo de un rato volvió la cabeza y advirtió que se encontraba ya a varios
centenares de pies por encima del valle, pero abajo y a lo lejos aún alcanzaba a
distinguir la ondulante columna de jinetes que cruzaba el vado y marchaba a lo
largo del camino, hacia el campamento preparado para ellos. Sólo el rey y su
escolta subirían al Baluarte.
La comitiva del rey llegó por fin a una orilla afilada, y el camino ascendente
penetró en una brecha entre paredes rocosas, subió una cuesta corta y