Page 920 - El Señor de los Anillos
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puerta un sendero sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de tierra a
      la sombra de los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las mansiones de los
      Reyes Muertos y de sus Senescales.
        Un portero que estaba sentado en una casilla al borde del camino, acudió con
      miedo en la mirada, llevando en la mano una linterna. A una orden del Señor
      Denethor, quitó los cerrojos, y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego
      de tomar la linterna de manos del portero, todos entraron. Había una profunda
      oscuridad  en  aquel  camino  flanqueado  de  muros  antiguos  y  parapetos  de
      numerosos  balaustres,  que  se  agigantaban  a  la  trémula  luz  de  la  linterna.
      Escuchando  los  lentos  ecos  de  sus  propios  pasos,  descendieron,  descendieron
      hasta que llegaron por último a la Calle del Silencio, Rath Dínen, entre cúpulas
      pálidas, salones vacíos y efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron
      en la Casa de los Senescales y depositaron la carga.
        Allí Pippin, mirando con inquietud alrededor, vio que se encontraba en una
      vasta cámara abovedada, tapizada de algún modo por las grandes sombras que la
      pequeña linterna proyectaba sobre las paredes, recubiertas de oscuros sudarios.
      Se alcanzaban a ver en la penumbra numerosas hileras de mesas, esculpidas en
      mármol;  y  en  cada  mesa  yacía  una  forma  dormida,  con  las  manos  cruzadas
      sobre  el  pecho,  la  cabeza  descansando  en  una  almohada  de  piedra.  Pero  una
      mesa cercana era amplia y estaba vacía. A una señal de Denethor, los hombres
      depositaron sobre ella a Faramir y a su padre lado a lado, envolviéndolos en un
      mismo lienzo; y allí permanecieron inmóviles, la cabeza gacha, como plañideras
      junto a un lecho mortuorio. Denethor habló entonces en voz baja.
        —Aquí  esperaremos  —dijo—.  Pero  no  mandéis  llamar  a  los
      embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar, y disponedla alrededor y
      debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando yo os lo ordene arrojaréis
      una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra más. ¡Adiós!
        —¡Con vuestro  permiso,  Señor!  —dijo Pippin,  y  dando  media  vuelta huyó
      despavorido de la casa de los muertos. « ¡Pobre Faramir!» , pensó. « Tengo que
      encontrar  a  Gandalf.  ¡Pobre  Faramir!  Es  muy  probable  que  más  necesite
      medicinas  que  lágrimas.  Oh,  ¿dónde  podré  encontrar  a  Gandalf?  En  lo  más
      reñido de la batalla, supongo; y no tendrá tiempo para perder con moribundos o
      con locos.»
        Al llegar a la puerta se volvió a uno de los servidores que había quedado allí
      de guardia.
        —Vuestro amo no es dueño de sí mismo —dijo—. Actuad con lentitud. ¡No
      traigáis fuego aquí mientras Faramir continúe con vida! ¡No hagáis nada hasta
      que venga Gandalf!
        —¿Quién es entonces el amo de Minas Tirith? —respondió el hombre—. ¿El
      Señor Denethor o el Peregrino Gris?
        —El  Peregrino  Gris  o  nadie,  pareciera  —dijo  Pippin,  y  continuó  trepando
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