Page 917 - El Señor de los Anillos
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era  más  intolerable  para  los  hombres.  Hasta  los  más  intrépidos  terminaban
      arrojándose  al  suelo  cuando  la  amenaza  oculta  volaba  sobre  ellos,  o  si
      permanecían de pie, las armas se les caían de las manos temblorosas, y la mente
      invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra, sino tan sólo en esconderse,
      en arrastrarse, y morir.
      Durante todo aquel día sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara
      de  la  Torre  Blanca,  extraviado  en  una  fiebre  desesperada;  moribundo,  decían
      algunos, y pronto todo el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo.
      Y Denethor no se movía de la cabecera, y observaba a su hijo en silencio, y ya
      no se ocupaba de la defensa de la ciudad.
        Nunca, ni aun en las garras de los Uruk-hai, había conocido Pippin horas tan
      negras.  Tenía  la  obligación  de  atender  al  Senescal,  y  la  cumplía,  aunque
      Denethor  parecía  haberlo  olvidado.  De  pie  junto  a  la  puerta  de  la  estancia  a
      oscuras, mientras trataba de dominar su propio miedo, observaba y le parecía
      que Denethor envejecía momento a momento, como si algo hubiese quebrantado
      aquella  voluntad  orgullosa,  aniquilando  la  mente  severa  del  Senescal.  El  dolor
      quizás  y  el  remordimiento.  Vio  lágrimas  en  aquel  rostro  antes  impasible,  más
      insoportables aún que la cólera.
        —No lloréis, Señor —balbució—. Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?
        —¡No  me  reconfortes  con  magos!  —replicó  Denethor—.  La  esperanza  de
      ese insensato ha sido vana. El enemigo lo ha descubierto, y ahora es cada día
      más  poderoso;  adivina  nuestros  pensamientos,  todo  cuanto  hacemos  acelera
      nuestra ruina.
        » Sin una palabra de gratitud, sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un
      peligro inútil, y ahora aquí yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que
      sea el desenlace de esta guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta
      la  Casa  de  los  Senescales  ha  declinado.  Seres  despreciables  dominarán  a  los
      últimos descendientes de los Reyes de los Hombres, obligándolos a vivir ocultos
      en las montañas hasta que los hayan desterrado o exterminado a todos.
        Unos hombres llamaron a la puerta reclamando la presencia del Señor de la
      Ciudad.
        —No, no bajaré —dijo Denethor—. Es aquí donde he de permanecer, junto a
      mi hijo. Tal vez hable aún, antes del fin, que ya está próximo. Seguid a quien
      queráis,  incluso  al  Loco  Gris,  por  más  que  su  esperanza  haya  fallado.  Yo  me
      quedaré aquí.
      Así fue cómo Gandalf tomó el mando en la defensa última de la ciudad. Y por
      donde  iba,  renacían  las  esperanzas  en  los  corazones  de  los  hombres,  y  nadie
      recordaba las sombras aladas. Infatigable, el mago cabalgaba desde la ciudadela
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