Page 916 - El Señor de los Anillos
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¿Mientras nosotros estuviésemos con vida? ¿Cuánto tiempo? El tiene un arma que
      ha destruido muchas fortalezas inexpugnables desde que el mundo es mundo. El
      hambre. Los caminos están cortados. Rohan no vendrá.
        Pero las máquinas no derrocharon proyectiles contra el muro indomable. No
      era  un  bandolero  ni  un  cabecilla  orco  quien  había  planeado  el  ataque  al  peor
      enemigo del Señor de Mordor, sino una mente y un poder malignos. Tan pronto
      como las grandes catapultas estuvieron instaladas, con gran acompañamiento de
      alaridos y el chirrido de cuerdas y poleas, empezaron a arrojar proyectiles a una
      altura prodigiosa, de modo que pasaban por encima de las almenas e iban a caer
      con  un  ruido  sordo  dentro  del  primer  círculo  de  la  ciudad;  y  muchos  de  esos
      proyectiles,  en  virtud  de  algún  arte  misterioso,  estallaban  en  llamas  cuando
      golpeaban el suelo.
        Pronto hubo un grave peligro de incendio detrás de la muralla, y todos los
      hombres disponibles se dedicaron a apagar las llamas que brotaban aquí y allá.
      De  súbito,  en  medio  de  los  grandes  proyectiles,  empezó  a  caer  otra  clase  de
      lluvia, menos destructiva pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles y
      callejones detrás de la Puerta, proyectiles pequeños y redondos que no ardían.
      Pero cuando la gente se acercaba a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a
      llorar. Porque lo que el enemigo estaba arrojando a la ciudad eran las cabezas de
      todos los que habían caído combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los
      campos.  Era  horroroso  mirarlas,  pues  si  bien  algunas  estaban  aplastadas  e
      informes,  y  otras  habían  sido  salvajemente  acuchilladas,  muchas  tenían  aún
      facciones reconocibles, y parecía que habían muerto con dolor; y todas llevaban
      marcada  a  fuego  la  inmunda  insignia  del  Ojo  Sin  Párpado.  Sin  embargo,
      desfiguradas  y  profanadas  como  estaban,  de  tanto  en  tanto  permitían  a  un
      hombre  que  viese  por  última  vez  el  rostro  de  alguien  conocido,  que  en  otro
      tiempo  había  llevado  armas  con  orgullo,  o  cultivado  los  campos,  o  cabalgado
      desde los valles a las colinas en un día de fiesta.
        En  vano  los  defensores  amenazaban  con  los  puños  a  los  enemigos
      implacables, apiñados delante de la Puerta. Aquellos hombres no les temían a las
      maldiciones, ni entendían las lenguas del Oeste, y gritaban con voces ásperas,
      como bestias y aves de rapiña. Pero pronto no quedaron en Minas Tirith hombres
      de tanta entereza como para desafiar a los ejércitos de Mordor. Porque el Señor
      de la Torre Oscura tenía otra arma, más rápida que el hambre: el miedo y la
      desesperación.
        Los Nazgûl retornaron, y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a
      desplegar fuerza, las voces de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la
      malicia del amo tenebroso, se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar
      sobre  la  ciudad,  como  buitres  que  esperan  su  ración  de  carne  de  hombres
      condenados. Volaban fuera del alcance de la vista y de las armas, pero siempre
      estaban presentes, y sus voces siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito
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