Page 918 - El Señor de los Anillos
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hasta la Puerta, al pie del muro de norte a sur; y lo acompañaba el Príncipe de
      Dol Amroth, en brillante cota de malla. Pues él y sus caballeros se consideraban
      todavía  señores  de  la  auténtica  raza  de  Númenor.  Y  los  hombres  al  verlos
      murmuraban:
        —Tal vez dicen la verdad las antiguas leyendas: les corre sangre élfica por las
      venas, pues las gentes de Nimrodel habitaron aquellas tierras en tiempos remotos.
      —Y  de  pronto  alguno  entonaba  en  la  oscuridad  unas  estrofas  del  Lay  de
      Nimrodel, u otras baladas del Valle del Anduin de años desvanecidos.
        Sin embargo, en cuanto los caballeros se alejaban, las sombras se cerraban
      otra  vez,  los  corazones  se  helaban,  y  el  valor  de  Gondor  se  marchitaba  en
      cenizas. Y así pasaron lentamente de un oscuro día de miedos a las tinieblas de
      una  noche  desesperada.  Las  llamas  rugían  ahora  en  el  primer  círculo  de  la
      ciudad, cerrando la retirada en muchos sitios a la guarnición del muro exterior.
      Pero eran pocos los que permanecían en sus puestos: la mayoría había huido a
      refugiarse detrás de la segunda puerta.
        Lejos detrás de la batalla habían tendido un puente, y durante todo ese día
      nuevos refuerzos de tropas y pertrechos habían cruzado el río. Y por fin, en mitad
      de  la  noche,  lanzaron  el  ataque.  La  vanguardia  cruzó  las  trincheras  de  fuego
      siguiendo  unos  senderos  tortuosos,  disimulados  entre  las  llamas.  Y  avanzaban,
      avanzaban sin preocuparse por las bajas, agazapados y en grupos, al alcance de
      los arqueros. Pero en verdad, pocos quedaban allí para causarles grandes daños,
      aunque  la  luz  de  las  hogueras  mostraba  muchos  blancos  para  arqueros  de  la
      destreza  de  que  antaño  se  enorgulleciera  Gondor.  Entonces,  al  darse  cuenta
      presionó un poco más. Lentamente, las grandes torres de asedio construidas en
      Osgiliath avanzaron en las tinieblas.
      Otra  vez  subieron  a  la  cámara  de  la  Torre  Blanca  los  mensajeros,  y  como
      necesitaban  ver  con  urgencia  al  Señor  de  la  Ciudad,  Pippin  los  dejó  pasar.
      Denethor, que no apartaba los ojos del rostro de Faramir, volvió lentamente la
      cabeza, y los observó en silencio.
        —El primer círculo de la ciudad está en llamas, Señor —dijeron—. ¿Cuáles
      son  vuestras  órdenes?  Aún  sois  el  Señor  y  Senescal.  No  todos  obedecen  a
      Mithrandir. Muchos abandonan los muros, dejándolos indefensos.
        —¿Por qué?  ¿Por  qué  huyen  los imbéciles?  —dijo  Denethor—.  Puesto que
      arder en la hoguera es inevitable, más vale arder antes que después. ¡Volved al
      fuego  del  holocausto!  ¿Y  yo?  También  yo  iré  ahora  a  mi  pira.  ¡Mi  pira!  ¡No
      habrá  tumbas  para  Denethor  y  para  Faramir!  ¡No  tendrán  sepultura!  ¡No
      conocerán el lento y largo sueño de la muerte embalsamada! Antes que ningún
      navío zarpe hacia aquí desde el Oeste, nos habremos consumido en la hoguera
      como reyes paganos. El Oeste ha fallado. ¡Volved, y sacrificaos en la hoguera!
        Sin una reverencia ni una palabra de respuesta, los mensajeros dieron media
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