Page 923 - El Señor de los Anillos
P. 923

Entonces el Capitán Negro se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz
      espantosa, pronunciando en alguna lengua olvidada palabras de poder y terror,
      destinadas a lacerar los corazones y las piedras.
        Tres  veces  gritó.  Tres  veces  retumbó  contra  la  Puerta  el  gran  ariete.  Y  al
      recibir el último golpe, la Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún
      maleficio siniestro, estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor,
      y las batientes cayeron al suelo rotas en mil pedazos.
      El  Señor  de  los  Nazgûl  entró  a  caballo  en  la  ciudad.  Una  gran  forma  negra
      recortada  contra  las  llamas,  agigantándose  en  una  inmensa  amenaza  de
      desesperación.  Así  pasó  el  Señor  de  los  Nazgûl  bajo  la  arcada  que  ningún
      enemigo había franqueado antes, y todos huyeron ante él.
        Todos  menos  uno.  Silencioso  e  inmóvil,  aguardando  en  el  espacio  que
      precedía  a  la  Puerta,  estaba  Gandalf  montado  en  Sombragris; Sombragris  que
      desafiaba  el  terror,  impávido,  firme  como  una  imagen  tallada  en  Rath  Diñen,
      único entre los caballos libres de la tierra.
        —No puedes entrar aquí —dijo Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al
      abismo preparado para ti! ¡Vuelve! ¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu
      Amo! ¡Vete!
        El Jinete Negro se echó hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro
      una  corona  real;  pero  ninguna  cabeza  visible  la  sostenía.  Las  llamas  brillaban,
      rojas, entre la corona y los hombros anchos y sombríos envueltos en la capa.
      Una boca invisible estalló en una risa sepulcral.
        —¡Viejo  loco!  dijo,  ¡Viejo  loco!  Ha  llegado  mi  hora.  ¿No  reconoces  a  la
      Muerte cuando la ves? ¡Muere y maldice en vano! —Y al decir esto levantó en
      alto la hoja, y del filo brotaron unas llamas.
      Gandalf no se movió. Y en ese instante, lejano en algún patio de la ciudad, cantó
      un  gallo.  Un  canto  claro  y  agudo,  ajeno  a  la  guerra  y  a  los  maleficios,  de
      bienvenida a la mañana que en el cielo, más allá de las sombras de la muerte,
      llegaba con la aurora.
        Y  como  en  respuesta  se  elevó  en  la  lejanía  otra  nota.  Cuernos,  cuernos,
      cuernos.  Los  ecos  resonaban  débiles  en  los  flancos  sombríos  del  Mindolluin.
      Grandes cuernos del Norte, soplados con una fuerza salvaje. Al fin Rohan había
      llegado.
   918   919   920   921   922   923   924   925   926   927   928