Page 922 - El Señor de los Anillos
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luz  trémula  y  roja  parecían  verdaderas  casas  ambulantes,  los  nûmakil  de  los
      Harad,  arrastraban  enormes  torres  y  máquinas  de  guerra  a  lo  largo  de  los
      senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba lo que hicieran ni
      las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner a prueba la fuerza de
      la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados en sitios dispersos. El
      blanco  de  la  embestida  más  violenta  era  la  Puerta  de  la  Ciudad.  Por  muy
      resistente  que  fuese,  forjada  en  acero  y  hierro,  y  custodiada  por  torres  y
      bastiones de piedra inexpugnables, la Puerta era la llave, el punto débil de aquella
      muralla impenetrable y alta.
        Se  oyó  más  fuerte  el  redoble  de  los  tambores.  Las  llamas  saltaban  por
      doquier.  A  través  del  campo  reptaban  unas  grandes  máquinas;  y  en  medio  de
      ellas  avanzaba  un  ariete  de  proporciones  gigantescas,  como  un  árbol  de  los
      bosques de cien pies de longitud, balanceándose sobre unas cadenas poderosas.
      Largo tiempo les había llevado forjarlo en las sombrías fraguas de Mordor, y la
      cabeza  horrible,  fundida  en  acero  negro,  reproducía  la  imagen  de  un  lobo
      enfurecido, y portaba maleficios de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del
      Martillo  Infernal  de  los  días  antiguos.  Arrastrado  por  las  grandes  bestias  y
      custodiado  por  orcos,  unos  trolls  de  las  montañas  avanzaban  detrás,  listos  para
      manejarlo en el momento preciso.
        Sin  embargo,  alrededor  de  la  Puerta  la  defensa  era  aún  fuerte,  pues  allí
      resistían  los  caballeros  de  Dol  Amroth  y  los  hombres  más  intrépidos  de  la
      guarnición. La lluvia de dardos y proyectiles arreciaba; las torres de asedio se
      desplomaban  o  ardían,  consumiéndose  como  antorchas.  Todo  alrededor  de  los
      muros, a ambos lados de la Puerta, una espesa capa de despojos y cadáveres
      cubría el suelo; pero la violencia del asalto no cejaba, y como impulsados por
      alguna locura, nuevos refuerzos se precipitaban sobre los muros,
        Y Grond seguía avanzando. La cobertura del ariete era invulnerable al fuego;
      y si de tanto en tanto una de las grandes bestias que lo arrastraba enloquecía, y
      pisoteaba  a  muerte  a  los  innumerables  orcos  que  lo  custodiaban,  quitaban  los
      cuerpos del camino, y nuevos orcos corrían a reemplazar a los muertos.
        Y Grond seguía avanzando. Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De
      pronto, sobre las montañas de muertos apareció una sombra horrenda: un jinete,
      alto, encapuchado, envuelto en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó
      lentamente, sobre los cadáveres. Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida.
      Y al verlo, un gran temor se apoderó de todos, defensores y enemigos por igual;
      los brazos de los hombres cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar.
      Por un instante, todo fue inmovilidad y silencio.
        Batieron  y  redoblaron  los  tambores.  En  una  fuerte  embestida,  unas  manos
      enormes empujaron a Grond hacia adelante. Llegó a la Puerta. Se sacudió. Un
      gran estruendo resonó en la ciudad, como un trueno que corre por las nubes. Pero
      las puertas de hierro y los montantes de acero resistieron el golpe.
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