Page 915 - El Señor de los Anillos
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pobladas de Gondor. Iban al mando de Ingold, el mismo guardia que cinco días
      atrás había dejado entrar a Gandalf y Pippin, cuando aún salía el sol y la mañana
      traía esperanzas.
        —No  hay  ninguna  noticia  de  los  Rohirrim  —dijo—.  Los  de  Rohan  ya  no
      vendrán.  O  si  vienen  al  fin,  todo  será  inútil.  El  nuevo  ejército  que  nos  fue
      anunciado se ha adelantado a ellos, y ya llega desde el otro lado del río, a través
      de  Andrós,  por  lo  que  parece.  Es  poderosísimo:  batallones  de  orcos  del  Ojo  e
      innumerables  compañías  de  hombres  de  una  raza  nueva  que  nunca  habíamos
      visto hasta ahora. No muy altos, pero fornidos y feroces, barbudos como enanos,
      y empuñan grandes hachas. Vienen sin duda de algún país salvaje en las vastas
      tierras  del  Este.  Ya  se  han  apoderado  del  camino  del  norte,  y  muchos  han
      penetrado en Anórien. Los Rohirrim no podrán acudir.
      La Puerta de la Ciudad se cerró. Durante toda la noche los centinelas apostados
      en  los  muros  oyeron  los  rumores  del  enemigo  que  iba  de  un  lado  a  otro
      incendiando campos y bosques, traspasando con las lanzas a todos los hombres
      que  encontraban  delante,  vivos  o  muertos.  En  aquellas  tinieblas,  era  imposible
      saber cuántos habían cruzado ya el río, pero cuando la mañana, o una sombra
      mortecina, asomó sobre la llanura, entendieron que ni siquiera en el miedo de la
      noche habían exagerado el número. Las compañías en marcha cubrían toda la
      llanura, y en aquella oscuridad y hasta donde los ojos alcanzaban a ver, grandes
      campamentos  de  tiendas  negras  o  de  un  rojo  sombrío,  como  inmundas
      excrecencias de hongos, brotaban alrededor de la ciudad sitiada.
        Afanosos  como  hormigas,  los  orcos  cavaban,  cavaban  líneas  de  profundas
      trincheras  en  un  círculo  enorme,  justo  fuera  del  alcance  de  los  arcos  de  los
      muros; y cada vez que terminaban una trinchera, la llenaban inmediatamente de
      fuego, sin que nadie llegara a ver cómo las encendían y alimentaban, si mediante
      algún  artificio  o  por  brujería.  El  trabajo  continuó  el  día  entero,  mientras  los
      hombres de Minas Tirith observaban; y nada podían hacer. Y a medida que cada
      tramo  de  trinchera  quedaba  terminado,  veían  acercarse  grandes  carretas;  y
      pronto  nuevas  compañías  enemigas  montaban  de  prisa  grandes  máquinas  de
      proyectiles,  cada  una  al  reparo  de  una  trinchera.  No  había  ni  una  sola  en  los
      muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlos.
        Al  principio,  los  hombres  se  rieron,  pues  no  les  temían  demasiado  a  tales
      artilugios. El muro principal de la ciudad, construido antes de la declinación en el
      exilio del poderío y las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una
      solidez  maravillosa;  y  la  cara  externa  podía  compararse  a  la  de  la  Torre  de
      Orthanc, dura, sombría y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a
      menos que alguna convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.
        —No —decían—, ni aunque viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría
      entrar  mientras  nosotros  estuviésemos  con  vida.  —Pero  algunos  replicaban—:
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