Page 912 - El Señor de los Anillos
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—Entonces, Mithrandir, tuviste un enemigo digno de ti —dijo Denethor—. En
      cuanto a mí, he sabido desde hace tiempo quién es el gran capitán de los ejércitos
      de la Torre Oscura. ¿Has regresado sólo para decirme eso? ¿No será acaso que te
      retiraste al tropezar con alguien más poderoso que tú?
        Pippin  tembló,  temiendo  que  en  Gandalf  se  encendiese  una  cólera  súbita;
      pero el temor era infundado.
        —Tal  vez  —respondió  Gandalf  serenamente—.  Pero  aún  no  ha  llegado  el
      momento de poner a prueba nuestras fuerzas. Y si las palabras pronunciadas en
      los días antiguos dicen la verdad, no será la mano de ningún hombre la que habrá
      de  abatirlo,  y  el  destino  que  le  aguarda  es  aún  ignorado  por  los  Sabios.  Como
      quiera  que  sea,  el  Capitán  de  la  Desesperación  no  se  apresura  todavía  a
      adelantarse. Conduce en verdad a sus esclavos de acuerdo con las normas de la
      prudencia que tú mismo acabas de enunciar, desde la retaguardia, enviándolos
      delante de él en una acometida de locos.
        » No,  he  venido  ante  todo  a  custodiar  a  los  heridos  que  aún  pueden  sanar;
      porque ahora hay brechas todo a lo largo del Rammas, y el ejército de Morgul
      no tardará en penetrar por distintos puntos. Dentro de poco habrá aquí una batalla
      campal.  Es  necesario  preparar  una  salida.  Que  sea  de  hombres  montados.  En
      ellos  se  apoya  nuestra  breve  esperanza,  pues  sólo  de  una  cosa  no  está  bien
      provisto el enemigo: tiene pocos jinetes.
        —Nosotros  también.  Si  ahora  viniesen  los  de  Rohan,  el  momento  sería
      oportuno —dijo Denethor.
        —Quizás antes veamos llegar a otros —dijo Gandalf—. Ya se nos han unido
      muchos fugitivos de Cair Andros. La isla ha caído. Un nuevo ejército ha salido
      por la Puerta Negra, y viene hacia aquí a través del noreste.
        —Algunos te han acusado, Mithrandir, de complacerte en traer malas nuevas
      —dijo Denethor—, pero para mí ésta ya no es nueva: la supe ayer, antes del
      caer  de  la  noche.  Y  en  cuanto  a  la  salida,  ya  había  pensado  en  eso.
      Descendamos.
      Pasaba el tiempo. Los vigías apostados en los muros vieron al fin la retirada de
      las  compañías  exteriores.  Al  principio  iban  llegando  en  grupos  pequeños  y
      dispersos: hombres extenuados y a menudo heridos que marchaban en desorden;
      algunos  corrían,  como  escapando  a  una  persecución.  A  lo  lejos,  en  el  este,
      vacilaban  unos  fuegos  distantes,  que  ahora  parecían  extenderse  a  través  de  la
      llanura. Ardían casas y graneros. De pronto, desde muchos puntos, empezaron a
      correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban
      hacia la línea del camino ancho que llevaba desde la Puerta hasta Osgiliath.
        —El  enemigo  —murmuraron  los  hombres—.  El  dique  ha  cedido.  ¡Allí
      vienen, como un torrente por las brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los
      nuestros?
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