Page 968 - El Señor de los Anillos
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Arrodillándose junto a la cabecera de Faramir, Aragorn le puso una mano sobre
      la frente. Y todos los que miraban sintieron que allí se estaba librando una lucha.
      Pues el rostro de Aragorn se iba volviendo gris de cansancio y de tanto en tanto
      llamaba a Faramir por su nombre, pero con una voz cada vez más débil, como si
      él  mismo  estuviese  alejándose,  y  caminara  en  un  valle  remoto  y  sombrío,
      llamando a un amigo extraviado.
        Por fin llegó Bergil a la carrera; traía seis hojuelas envueltas en un trozo de
      lienzo.
        —Hojas de reyes, señor —dijo—, pero no son frescas, me temo. Las habrán
      recogido hace unas dos semanas. Ojalá puedan servir, señor. —Y luego, mirando
      a Faramir, se echó a llorar. Aragorn le sonrió.
        —Servirán —le dijo—. Ya ha pasado lo peor. ¡Serénate y descansa!
        —En seguida tomó dos hojuelas, las puso en el hueco de las manos, y luego
      de  calentarlas  con  el  aliento,  las  trituró;  y  una  frescura  vivificante  llenó  la
      estancia,  como  si  el  aire  mismo  despertase,  zumbando  y  chisporroteando  de
      alegría.  Luego  echó  las  hojas  en  las  vasijas  de  agua  humeante  que  la  habían
      traído, y todos los corazones se sintieron aliviados. Pues aquella fragancia que lo
      impregnaba todo era como el recuerdo de una mañana de rocío, a la luz de un sol
      sin nubes, en una tierra en la que el mundo hermoso de la primavera es apenas
      una  imagen  fugitiva.  Aragorn  se  puso  de  pie,  como  reanimado,  y  los  ojos  le
      sonrieron mientras sostenía un tazón delante del rostro dormido de Faramir.
        —¡Vaya, vaya! ¡Quién lo hubiera creído! —le dijo Ioreth a una mujer que
      tenía al lado—. Esta hierba es mejor de lo que yo pensaba. Me recuerda las rosas
      de Imloth Melui, cuando yo era niña, y ningún rey soñaba con tener una flor más
      bella.
        De pronto Faramir se movió, abrió los ojos, y miró largamente a Aragorn,
      que  estaba  inclinado  sobre  él;  y  una  luz  de  reconocimiento  y  de  amor  se  le
      encendió en la mirada, y habló en voz baja.
        —Me has llamado, mi Señor. He venido. ¿Qué ordena mi rey?
        —No sigas caminando en las sombras, ¡despierta! —dijo Aragorn—. Estás
      fatigado. Descansa un rato, y come, así estarás preparado cuando yo regrese.
        —Estaré,  Señor  —dijo  Faramir—.  ¿Quién  se  quedaría  acostado  y  ocioso
      cuando ha retornado el rey?
        —Adiós  entonces,  por  ahora  —dijo  Aragorn—.  He  de  ver  a  otros  que
      también me necesitan. —Y salió de la estancia seguido por Gandalf e Imrahil;
      pero  Beregond  y  su  hijo  se  quedaron,  y  no  podían  contener  tanta  alegría.
      Mientras seguía a Gandalf y cerraba la puerta, Pippin oyó la voz de Ioreth.
        —¡El rey! ¿Lo habéis oído? ¿Qué dije yo? Las manos de un curador, eso dije.
      —Y pronto la noticia de que el rey se encontraba en verdad entre ellos, y que
      luego de la guerra traía la curación, salió de la Casa y corrió por toda la ciudad.
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