Page 983 - El Señor de los Anillos
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—Pero ¿cómo? —preguntó Eomer—. Todo es en vano, dices, si él tiene el
      Anillo.  ¿Por  qué  no  pensaría  Sauron  que  es  en  vano  atacarnos,  si  nosotros  lo
      tenemos?
        —Porque aún no está seguro —dijo Gandalf—, y no ha edificado su poder
      esperando  a  que  el  enemigo  se  fortaleciese,  como  hemos  hecho  nosotros.
      Además, no podíamos aprender en un día a manejar la totalidad del poder. En
      verdad, un amo, sólo uno, puede usar el Anillo; y Sauron espera un tiempo de
      discordia, antes que entre nosotros uno de los grandes se proclame amo y señor y
      prevalezca  sobre  los  demás.  En  ese  intervalo,  si  actúa  pronto,  el  Anillo  podría
      ayudarle.
        » Ahora  observa.  Ve  y  oye  muchas  cosas.  Los  Nazgûl  están  aún  fuera  de
      Mordor. Volaron por encima de este campo antes del alba, aunque pocos entre los
      vencidos por el sueño o la fatiga de la batalla los hayan visto. Y estudia los signos:
      la espada que lo despojó del tesoro forjada de nuevo; los vientos de la fortuna
      girando a nuestro favor, con el fracaso inesperado del primer ataque; la caída del
      Gran Capitán.
        » En  este  mismo  momento  la  duda  crece  en  él  mientras  estamos  aquí
      deliberando.  Y  el  Ojo  apunta  hacia  aquí,  ciego  casi  a  toda  otra  cosa.  Y  así
      tenemos que mantenerlo: fijo en nosotros. Es nuestra única esperanza. He aquí,
      por  lo  tanto,  mi  consejo.  No  tenemos  el  Anillo.  Sabios  o  insensatos,  lo  hemos
      enviado lejos, para que sea destruido, y no nos destruya. Y sin él no podemos
      derrotar con la fuerza la fuerza de Sauron. Pero es preciso ante todo que el Ojo
      del  Enemigo  continúe  apartado  del  verdadero  peligro  que  lo  amenaza.  No
      podemos  conquistar  la  victoria  con  las  armas,  pero  con  las  armas  podemos
      prestar al Portador del Anillo la única ayuda posible, por frágil que sea.
        » Así lo comenzó Aragorn, y así hemos de continuar nosotros: hostigando a
      Sauron  hasta  el  último  golpe;  atrayendo  fuera  del  país  las  fuerzas  secretas  de
      Mordor, para que quede sin defensas. Tenemos que salir al encuentro de Sauron.
      Tenemos  que  convertirnos  en  carnada,  aunque  las  mandíbulas  de  Sauron  se
      cierren  sobre  nosotros.  Y  morderá  el  cebo,  pues  esperanzado  y  voraz  creerá
      reconocer  en  nuestra  temeridad  el  orgullo  del  nuevo  Señor  del  Anillo.  Y  dirá:
      "¡Bien! Estira el cuello demasiado pronto y se acerca más de lo prudente. Que
      continúe  así,  y  ya  veréis  cómo  yo  le  tiendo  una  trampa  de  la  que  no  podrá
      escapar. Entonces lo aplastaré, y lo que ha tomado con insolencia, será mío otra
      vez y para siempre."
        » Hacia  esa  trampa  hemos  de  encaminarnos  con  entereza  y  los  ojos  bien
      abiertos, y hay pocas esperanzas para nosotros. Porque es probable, señores, que
      todos perezcamos en una negra batalla lejos de las tierras de los vivos, y que aún
      en el caso de que Barad-dûr sucumba, no vivamos para ver una nueva era. Sin
      embargo esto es, en mi opinión, lo que hemos de hacer. Mejor que perecer de
      todos  modos,  como  sin  duda  ocurriría  si  nos  quedáramos  aquí  a  esperar,  y
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