Page 113 - Dune
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en la esquina de la terraza, reconoció al Duque bajo el débil reflejo de las luces del
campo y se cuadró.
—Descanso —murmuró el Duque. Se apoyó en el frío metal de la balaustrada.
El silencio que precedía al alba reinaba sobre la desértica depresión. Alzó la
mirada: las estrellas eran como un manto de brillantes lentejuelas sobre el azulado
negro del cielo. Baja sobre el horizonte, la segunda luna nocturna brillaba en un halo
de polvo… una luna malévola, de siniestra luminosidad espectral.
Mientras el Duque la miraba, la luna penetró en el borde dentado de la Muralla
Escudo, cubriéndolo de helada escarcha, y en la oscuridad repentinamente más densa
sintió un escalofrío. Se estremeció.
La ira le dominó.
Los Harkonnen me han entorpecido, acosado, perseguido, por última vez, pensó.
¡Son un montón de estiércol con cerebros de dictador! ¡Pero ahora yo estoy aquí! Y
pensó, con un toque de amargura: Debo gobernar con el ojo tanto como con las
garras… al igual que el halcón sobre los pájaros más débiles. Inconscientemente, su
mano acarició el emblema del halcón en su túnica.
Hacia el este, la noche se vio empujada por un halo de gris luminosidad, luego
una opalescencia anacarada ofuscó las estrellas. Finalmente, todo el horizonte se vio
invadido por la resplandeciente luz del alba.
Era una escena cuya belleza cautivó toda su atención.
Algunas cosas mendigan nuestro amor, pensó.
Jamás hubiera imaginado que pudiera existir algo tan hermoso como aquel
horizonte rojo, atormentado por el reflejo ocre y púrpura de las dentadas rocas. Más
allá del campo de aterrizaje, allí donde el rocío nocturno había tocado la vida de las
presurosas simientes de Arrakis, vio florecer enormes manchas rojas sobre las cuales
avanzaba una trama violeta… como pasos de un invisible gigante.
—Es un maravilloso amanecer, Señor —dijo el guardia.
—Sí, lo es.
El Duque inclinó la cabeza, pensando: Quizá este planeta pueda crecer y
desarrollarse. Tal vez pueda convertirse en un buen hogar para mi hijo.
Después vio las figuras humanas moviéndose entre los campos de flores,
barriéndolos con sus extraños utensilios parecidos a hoces… los recolectores de
rocío. El agua era tan preciosa allí que incluso el rocío debía ser recolectado.
Pero puede ser también un mundo odioso, pensó el Duque.
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