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                                  Mi padre, el Emperador Padishah, me tomó un día por la mano y sentí, gracias a las
                                  enseñanzas de mi madre, que estaba turbado. Me condujo a la Sala de Retratos, hasta el
                                  egosímil del Duque Leto Atreides. Observé el enorme parecido entre ellos —entre mi
                                  padre  y  aquel  hombre  del  retrato—,  ambos  con  idéntico  rostro  delgado  y  elegante,
                                  dominado por los mismos gélidos ojos. «Hija-princesa —dijo mi padre—, me hubiera
                                  gustado que hubieses tenido más edad cuando llegó para este hombre el momento de
                                  elegir una mujer». Mi padre tenía 71 años en aquel tiempo, y no se veía más viejo que
                                  el hombre del retrato. Yo tenía tan sólo 14 años, y aún recuerdo haber deducido en aquel
                                  instante que mi padre había deseado en secreto que el Duque fuera su hijo, y que odiaba
                                  las necesidades políticas que les convertían en enemigos.


                                                                   En la casa de mi padre, por la PRINCESA IRULAN



           El primer encuentro con la gente a la que se le había ordenado traicionar alteró al
           doctor Kynes. Se vanagloriaba de ser un científico, para el cual las leyendas eran tan

           sólo otros tantos interesantes indicios que revelaban las raíces de una cultura. Y sin
           embargo, aquel muchacho personificaba la antigua profecía con gran precisión. Tenía
           «los ojos inquisitivos» y el aire de «reservado candor».

               De acuerdo, la profecía no precisaba si la Diosa Madre llegaría con el Mesías o le
           introduciría  en  escena  cuando  llegara  el  momento.  Pero  resultaba  extraña  aquella
           correspondencia entre las personas y la profecía.

               El  encuentro  tuvo  lugar  a  media  mañana,  fuera  del  edificio  administrativo  del
           campo  de  aterrizaje  de  Arrakeen.  Un  ornitóptero  sin  distintivo  estaba  posado  en
           tierra, cerca de allí, y zumbaba débilmente, listo para iniciar su vuelo como un pájaro

           soñoliento.  Un  guardia  Atreides  estaba  a  su  lado,  con  la  espada  desenvainada,
           circundado por la ligera distorsión del aire producida por su escudo.

               Kynes  sonrió  furtivamente  y  pensó:  ¡Ahí  les  reserva  Arrakis  una  enorme
           sorpresa!
               El  planetólogo  levantó  una  mano,  indicando  a  sus  guardias  Fremen  que  se
           mantuvieran alejados. Siguió avanzando a largos pasos en dirección a la entrada del

           edificio, un agujero negro en la roca revestida de plástico. Era tan vulnerable aquel
           edificio monolítico, pensó. Mucho más indefenso que una caverna.

               Un  movimiento  en  la  entrada  atrajo  su  atención.  Se  detuvo,  aprovechando  la
           ocasión para ajustar su ropa y la fijación en su hombro izquierdo de su destiltraje.
               Las  puertas  de  entrada  se  abrieron  de  par  en  par.  Unos  guardias  Atreides
           surgieron  rápidamente,  todos  ellos  bien  armados:  aturdidores  de  descarga  lenta,

           espadas y escudos. Tras ellos apareció un hombre alto, similar a un halcón, de piel y
           cabellos oscuros. Llevaba una capa jubba con el emblema de los Atreides bordado en

           el pecho, y se le notaba incómodo bajo aquella poco familiar indumentaria. La capa
           se  pegaba  a  las  perneras  de  su  destiltraje  por  uno  de  los  lados.  Se  le  veía  rígido,




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