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AUTOR                                                                                               Libro
                     Fue la gota que colmó el vaso.
                     —¡Muy bien, protégela! —rugió Paul, furioso. Otro temblor, más bien una
               convulsión, recorrió su cuerpo. Paul echó el cuello hacia atrás y un auténtico aullido
               brotó de entre sus dientes.
                     —¡Paul! —gritaron al unísono Sam y Jacob.
                     Paul empezó a vibrar con violencia y cayó hacia delante. Antes de llegar al
               suelo se oyó un fuerte sonido de desgarro y el chico explotó.
                     Una piel peluda, de color plateado oscuro, brotó de su interior y se hinchó hasta
               adoptar una forma que superaba en más  de cinco veces su tamaño anterior; una
               figura enorme, acurrucada y presta para saltar.
                     El   lobo   arrugó   el   hocico   descubriendo   los   dientes,   y   otro   gruñido   hizo
               estremecer su colosal pecho. Sus ojos oscuros y rabiosos se clavaron en mí.
                     En ese mismo segundo, Jacob atravesó corriendo la carretera, directo hacia el
               monstruo.
                     —¡Jacob! —grité.
                     A media zancada, un fuerte temblor sacudió la columna vertebral de Jacob, que
               saltó de cabeza hacia delante.
                     Con otro penetrante sonido de desgarro, Jacob estalló a su vez. Al hacerlo se
               desprendió de su piel, y jirones de tela blanca y negra volaron por los aires. Todo
               ocurrió tan rápido que, si hubiese parpadeado, me habría perdido la transformación.
               Un   segundo   antes,   Jacob   saltaba   de   cabeza,   y   un   segundo   después   se   había
               convertido en un gigantesco lobo de color pardo rojizo —tan descomunal que yo no
               podía comprender cómo aquella ingente masa había encajado dentro del cuerpo de

               mi amigo—, que embestía contra la bestia plateada.
                     Jacob   chocó   de   cabeza   contra   el   otro   hombre   lobo.   Sus   furiosos   rugidos
               resonaron como truenos entre los árboles.
                     Los harapos blancos y negros —restos de la ropa de Jacob— cayeron flotando
               hasta el suelo en el mismo lugar donde él había desaparecido.
                     —¡Jacob! —grité de nuevo, mientras trataba de acercarme a él.
                     —Quédate donde estás, Bella —me ordenó Sam.
                     Era difícil oírle por encima de los bramidos de ambos lobos, que se mordían y
               arañaban buscando la garganta del rival con sus afilados dientes. Jacob parecía ir
               ganando: era apreciablemente más grande, y también parecía mucho más fuerte.
                     Se   servía   del   hombro   para   embestir   contra   el   lobo   gris   una   y   otra   vez,
               obligándolo a retroceder hacia los árboles.
                     —¡Llevadla a casa de Emily! —ordenó Sam a los otros chicos, que se habían
               quedado absortos contemplando la pelea.
                     Jacob había conseguido sacar al lobo gris del camino a fuerza de empujones, y
               ahora ambos habían desaparecido en la espesura, aunque sus rugidos se oían aún
               con fuerza. Sam corrió tras ellos, quitándose los zapatos sobre la marcha. Cuando se
               lanzó entre los árboles estaba temblando de pies a cabeza.
                     Los gruñidos y ruidos de ramas tronchadas empezaban a perderse a lo lejos. De
               repente, el sonido se interrumpió y en la carretera volvió a reinar el silencio.




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