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AUTOR                                                                                               Libro







                                                      La visita




                     Mi visitante esperó en el centro del vestíbulo, hermosa hasta lo increíble, pálida
               y absolutamente inmóvil, sin apartar sus penetrantes ojazos negros de mi rostro.
                     Me temblaron las rodillas durante un segundo y estuve a punte de caerme.
               Después, me arrojé sobre ella.
                     —¡Alice!, ¡Oh, Alice! —gimoteé mientras colisionaba contra su cuerpo.
                     Había olvidado lo dura que era; como correr de cabeza hacia una pared de
               cemento.
                     —¿Bella? —había una extraña mezcla de alivio y confusión en su voz.
                     La rodeé con los brazos e inspiré para inhalar al máximo el olor de su piel; no se
               parecía a ningún otro, no era floral ni especiado ni cítrico ni almizclado. Ningún
               perfume en el mundo podía comparársele. Mi memoria no le había hecho justicia en
               absoluto.
                     No me di cuenta del momento en que el jadeo se transformó en otra cosa; sólo
               fui consciente de estar sollozando cuando Alice me llevó hacia el sofá del salón y me
               acomodó en su regazo. Era como intentar acurrucarse en una piedra fría, pero una
               piedra que se amoldaba confortablemente a la forma de mi cuerpo. Me acarició la
               espalda a un ritmo dulce, a la espera de que recobrara el control de mi persona.
                     —Lo... siento —balbuceé—. ¡Es sólo... que estoy tan feliz... de verte!
                     —Está bien, Bella. Todo va bien.
                     —Sí —sollocé; y por una vez me pareció que así era.
                     Alice suspiró.
                     —Había   olvidado   lo   efusiva   que   eres   —comentó   con   cierto   tono   de
               desaprobación en la voz.
                     Levanté la vista y la miré con los ojos anegados de lágrimas. Alice tenía el cuello
               rígido e intentaba apartarlo de mí al tiempo que apretaba los labios firmemente. Los
               ojos se le habían vuelto oscuros como la brea.
                     —¡Oh! —bufé al percatarme del problema. Estaba sedienta y yo olía de un
               modo apetecible. Había llovido mucho desde la última vez que había tenido que
               preocuparme de esas cosas—. Lo siento.

                     —Es culpa mía. Ha pasado ya mucho tiempo desde que salí de caza. No debería
               permitirme estar tan sedienta, pero hoy tenía mucha prisa —me dirigió una mirada
               deslumbrante—. Y hablando del tema, ¿podrías explicarme cómo es que estás viva?
                     Su pregunta me devolvió a la realidad y cesaron los sollozos. Me di cuenta de
               qué había pasado y cuál era la razón de que Alice estuviera aquí.
                     Tragué saliva de forma audible.
                     —Me viste caer.




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