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AUTOR                                                                                               Libro
               salpicadero. Si Edward se ceñía a su plan, sólo nos quedaban cinco minutos.
                     —Vamos un poquito tarde y con prisa —le insinuó, aún sonriente.
                     El guardia pestañeó dos veces y después se guardó el dinero en la chaqueta. Dio
               un paso atrás de la ventanilla y nos despidió. Nadie entre la multitud que pasaba por
               allí pareció darse cuenta del discreto intercambio. Alice condujo hacia la ciudad y
               ambas respiramos aliviadas.
                     La calle se había vuelto muy estrecha; estaba pavimentada con piedras del
               mismo desvaído color canela que los edificios que la oscurecían con su sombra.
               Espaciadas entre sí unos cuantos metros, las banderas rojas decoraban las paredes y
               flameaban al viento, que silbaba al barrer la angosta calleja.
                     Estaba atestada de gente y el tráfico de a pie entorpecía nuestro ritmo.
                     —Un poco más adelante —me animó Alice.
                     Yo aferraba el tirador de la puerta, lista para lanzarme a la calle tan pronto
               como ella me lo dijera.
                     Alice conducía acelerando y frenando. El gentío nos amenazaba con el puño y
               nos espetaba epítetos desagradables que, por fortuna, yo no entendía. Giró en un
               pequeño desvío que no se trazó para coches, sin duda, y la gente, asustada, tuvo que
               refugiarse en las entradas de las puertas cuando pasamos muy cerca de las paredes.
               Al final, entramos en otra calle de edificios más altos que se apoyaban unos sobre
               otros por encima de nuestras cabezas, de modo que ningún rayo de sol alcanzaba el
               pavimento y las banderas rojas que se retorcían a cada lado casi se tocaban. Aquí
               había más gente que en ninguna otra parte. Alice frenó y yo abrí la puerta antes de
               que nos hubiéramos detenido del todo.

                     Ella me señaló un punto donde la calle se abría hacia un resplandeciente terreno
               abierto.
                     —Allí. Estamos en el extremo sur de la plaza. Atraviésala corriendo y ve a la
               derecha de la torre del reloj. Yo encontraré algún camino dando la vuelta...
                     Inspiró aire súbitamente y cuando volvió a hablar, le salió la voz en un siseo.
                     —¡Están por todas partes!
                     Me quedé petrificada en mi asiento, pero ella me empujó fuera del coche.
                     —Olvídalos. Tenemos dos minutos. ¡Corre, Bella, corre! —gritó.
                     Alice salió del coche mientras hablaba, pero no me detuve a verla desvanecerse
               entre las sombras. Ni siquiera cerré la puerta al salir. Aparté de mi camino de un
               empujón a una mujer gruesa, agaché la cabeza y corrí con todas mis fuerzas sin
               prestar atención a nada, salvo a las piedras irregulares que pisaba.
                     La brillante luz  del sol,  que daba  de lleno en la entrada de  la  plaza,  me
               deslumbre al salir de la oscura calleja. El viento soplaba con fuerza y me alborotaba
               los cabellos, que se me metían en los ojos y me cegaban todavía más. Por tanto, no
               fue de extrañar que no viera el muro de carne hasta que me estrellé contra él.
                     No había ningún camino, ni siquiera un hueco entre los cuerpos fuertemente
               apretujados del gentío. Los empujé con furia y me debatí contra las manos que me
               rechazaban. Escuché exclamaciones de irritación e incluso de dolor a medida que
               porfiaba para abrirme paso, pero ninguna en un idioma que yo entendiera. Los




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