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AUTOR                                                                                               Libro







                                                       Volterra




                     Empezamos a subir la carretera empinada, más y más congestionada conforme
               avanzábamos. Al llegar más arriba, los coches estaban demasiado juntos para que
               Alice los esquivara zigzagueando, ni siquiera asumiendo riesgos. Cada vez íbamos
               más despacio y terminamos progresando a paso de tortuga detrás de un pequeño
               Peugeot de color tabaco.
                     —Alice —gemí. El reloj del salpicadero parecía ir cada vez más deprisa.
                     —No hay otro camino de acceso —me dijo con una nota de tensión en la voz
               demasiado fuerte para conseguir que me calmara.
                     La fila de vehículos avanzaba poco a poco, cada vez que nos movíamos sólo
               adelantábamos el largo de un automóvil. Un sol deslumbrante incidía de lleno sobre
               nosotras, y parecía hallarse ya encima de nuestras cabezas.
                     Uno   tras   otro,   los   coches   se   arrastraron   hasta   la   ciudad.   Atisbé   algunos
               vehículos aparcados en la cuneta de la carretera al acercarnos más. Los ocupantes se
               bajaban para recorrer a pie el resto del camino. Al principio, pensé que se debía sólo
               a la impaciencia, algo fácilmente comprensible, pero cuando doblamos una curva
               muy pronunciada, vi que el aparcamiento —situado fuera de las murallas— estaba
               lleno y que un gentío cruzaba las puertas a pie. Estaba prohibido el acceso con coche.
                     —Alice —susurré de forma apremiante.
                     —Ya lo veo —contestó. Su rostro parecía cincelado en hielo.
                     Ahora que estaba atenta y que nos acercábamos despacio, pude apreciar que
               hacía un tiempo bastante ventoso. La gente que se apelotonaba en dirección a las
               puertas  aferraba  sus   sombreros  y   se  apartaba  el  pelo   de   la   cara.  Sus  ropas   se
               hinchaban a su alrededor. También me di cuenta de que el color rojo se extendía por
               doquier, en las blusas, en los gorros, en las banderas que ondeaban como largos lazos
               al viento, cerca de la puerta; mientras miraba, una ráfaga repentina atrapó el pañuelo
               de intenso color escarlata que una mujer se había anudado al pelo. Se enrolló en el
               aire sobre su cabeza y se retorció como si estuviera vivo. Ella intentó sujetarlo,
               saltando   en   el   aire,   pero   continuó   contorsionándose   cada   vez   más   arriba,   un
               manchón de color sanguinolento contra las antiguas murallas de colores desvaídos.

                     —Bella  —Alice  habló   rápido,  con  un  tono   de  voz   bajo,  feroz—.  No  logro
               anticipar cuál va a ser la reacción del guardia de la puerta; vas a tener que irte sola, y
               corriendo, si esto no funciona. Lo único que debes hacer es preguntar por el Palazzo
               dei Priori y  marchar  a   toda   prisa  en  la  dirección   que  te  indiquen.  Procura  no
               perderte.
                     —Palazzo dei Priori, Palazzo dei Priori —repetí el nombre una y otra vez,
               intentando memorizarlo.




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