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AUTOR                                                                                               Libro
               rumbo fijo. Busqué con la vista el pasaje oscuro y estrecho que debía estar a la
               derecha del amplio edificio cuadrado. No veía el suelo de la calle, ya que había
               demasiada gente entre medias. El reloj sonó de nuevo.
                     Apenas podía ver. El viento me azotó el rostro y me quemó los ojos cuando dejó
               de haber gente que hiciera de pantalla. Cuando el reloj tocó otra vez, no sabía si
               lloraba por culpa del viento o si derramaba lágrimas debido a mi fracaso.
                     Los turistas más cercanos a la boca del callejón eran los cuatro integrantes de
               una familia. Las dos chicas lucían vestidos escarlatas y lazos a juego con los que se
               recogían hacia atrás el pelo negro. El padre, un tipo bajo, no parecía distinguir el
               brillo en medio de las sombras, justo encima de su hombro. Me apresuré en esa
               dirección mientras intentaba ver algo a pesar del escozor de las lágrimas. El reloj
               sonó una vez más y la niña más pequeña se apretó las manos contra las orejas.
                     La hija mayor, que apenas le llegaba a su madre a la cintura, se abrazó a su
               pierna y observó fijamente las sombras que reinaban detrás de ellos. Cuando miré,
               ella tocaba el codo de la madre y señalaba hacia la oscuridad. El reloj resonó, pero yo
               ahora estaba cerca...
                     ... lo bastante cerca para escuchar la voz aguda de la niña. El padre me miró
               sorprendido cuando me precipité sobre ellos, pronunciando a voz en grito el nombre
               Edward una y otra vez, sin cesar.
                     La niña mayor rió entre dientes y le dijo algo a su madre al tiempo que volvía a
               señalar las sombras con gestos de impaciencia.
                     Giré bruscamente alrededor del padre, que tomó en brazos a la niña para
               apartarla de mi camino, y salté hacia la sombría brecha que había detrás de ellos.

               Entretanto, el reloj volvió a tocar en lo alto.
                     —¡Edward, no! —grité, pero mi voz se perdió en el rugido de la campanada.
                     Entonces le vi, y también vi que él no se había percatado de mi presencia.
                     Esta vez era él, no una alucinación. Me di cuenta de que mis falsas ilusiones
               eran más imperfectas de lo que yo creía; nunca le hicieron justicia.
                     Edward permanecía de pie, inmóvil como una estatua, a pocos pasos de la boca
               del callejón. Tenía los ojos cerrados, con las ojeras muy marcadas, de un púrpura
               oscuro, y los brazos relajados a ambos lados del cuerpo con las palmas vueltas hacia
               arriba. Su expresión estaba llena de paz, como si estuviera soñando cosas agradables.
               La piel marfileña de su pecho estaba al descubierto y había un pequeño revoltijo de
               tela   blanca   a   sus   pies.   El   reflejo   claro   del   pavimento   de   la   plaza   hacía   brillar
               tenuemente su piel.
                     Nunca había visto nada más bello, incluso mientras corría, jadeando y gritando,
               pude apreciarlo. Y los últimos siete meses desaparecieron. Incluso sus palabras en el
               bosque perdieron significado. Tampoco importaba si no me quería. No importaba
               cuánto tiempo pudiera llegar a vivir; jamás podría querer a otro.
                     El reloj sonó y él dio una gran zancada hacia la luz.
                     —¡No! —grité—. ¡Edward, mírame!
                     Sonrió de forma imperceptible sin escucharme y alzó el pie para dar el paso que
               lo expondría directamente a los rayos del sol.




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