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AUTOR Libro
—Si hablan inglés, pregunta por la torre del reloj. Yo daré una vuelta por ahí e
intentaré encontrar un lugar aislado más allá de la ciudad por el que saltar la
muralla.
Asentí.
—Palazzo dei Priori.
—Edward tiene que estar bajo la torre del reloj, al norte de la plaza. Hay un
callejón estrecho a la derecha y él estará allí a cubierto. Debes llamar su atención
antes de que se exponga al sol.
Asentí enérgicamente.
El Porsche estaba casi al comienzo de la fila. Un hombre con uniforme de color
azul marino regulaba el flujo del tráfico y se encargaba de desviar los coches lejos del
aparcamiento lleno. Estos daban una vuelta en forma de «u» y volvían en dirección
contraria para estacionar a un lado de la carretera. Entonces, llegó el turno de Alice.
El hombre uniformado se movía perezosamente, sin prestar mucha atención.
Alice aceleró para eludirlo y se dirigió hacia la puerta. Nos gritó algo, pero se
mantuvo en su puesto, moviendo los brazos frenéticamente para impedir que el
siguiente coche siguiera nuestro mal ejemplo.
El hombre de la puerta llevaba un uniforme parecido. Conforme nos
aproximábamos, nos sobrepasaba la riada de turistas que atestaba las aceras,
mirando con curiosidad el rutilante y agresivo deportivo.
El guardia dio un paso hasta ponerse en mitad de la calle. Alice hizo girar el
coche cuidadosamente antes de detenerse del todo a fin de que el sol incidiera sobre
mi ventanilla y ella quedase a la sombra. Se inclinó velozmente detrás de su asiento y
tomó algo del interior de su bolso.
El guardia rodeó el coche con expresión irritada y, enfadado, dio unos
golpecitos a su ventanilla.
Ella la bajó hasta la mitad y él reaccionó con torpeza al ver el rostro que había
detrás del cristal tintado.
—Lo siento, señorita, pero hoy sólo pueden acceder a la ciudad autobuses
turísticos —dijo en inglés con un fuerte acento y ahora también en tono de disculpa,
como si deseara poder ofrecer mejores noticias a aquella mujer de sorprendente
belleza.
—Es un viaje privado —repuso Alice al tiempo que hacía destellar una
seductora sonrisa. Sacó la mano por la ventana, hacia la luz. Me quedé helada, hasta
que vi que se había puesto un guante de color tostado que le llegaba a la altura del
codo. Le tomó la mano, todavía alzada después de haber golpeado la ventanilla y la
metió dentro del coche. Depositó algo en la palma y le cerró los dedos alrededor.
El guardia se quedó aturdido cuando retiró la mano y miró fijamente el grueso
rollo de dinero que había allí. El billete exterior era de mil dólares.
—¿Esto es una broma? —farfulló.
La sonrisa de Alice era cegadora.
—Sólo si piensa que es divertido.
Él la miró, con los ojos abiertos como platos. Yo miré nerviosamente al reloj del
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