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rostros se transformaron en un borrón difuso de ira y sorpresa, rodeado por el
omnipresente rojo. Una mujer rubia me puso mala cara y la bufanda roja que llevaba
anudada al cuello me pareció una herida horrible. Un niño, encaramado a los
hombros de un hombre para ver por encima de la multitud, me sonrió con los labios
estirados en torno a unos colmillos de vampiro hechos de plástico.
La muchedumbre me empujaba por todas partes y acabó por arrastrarme en
sentido opuesto. Me alegré de que el reloj fuera tan visible, porque de lo contrario no
habría podido tomar la dirección apropiada. Sin embargo, las manecillas del reloj se
unieron en lo alto de la esfera para alzarse hacia el sol despiadado y aunque luché
ferozmente contra la multitud, supe que era demasiado tarde. Apenas estaba a mitad
de camino. No lo iba a conseguir. Era estúpida, torpe y humana, y todos íbamos a
morir por culpa de eso.
Mantuve la esperanza de que Alice hubiera conseguido salir adelante. También
esperé que ella pudiera verme desde algún rincón a oscuras y que se diera cuenta de
mi fracaso a tiempo de dar media vuelta y regresar junto a Jasper.
Agucé el oído por encima de las exclamaciones enfadadas en un intento de oír
el sonido del descubrimiento: el jadeo, quizás el grito, en el instante en que Edward
se expusiera a la vista de alguien.
En ese momento vi delante de mí un resquicio en el gentío alrededor del cual
había un espacio vacío. Empujé con dureza hasta alcanzarlo. Hasta que no me golpeé
las espinillas contra los ladrillos no fui consciente de la existencia de una amplia
fuente rectangular en el centro de la plaza.
Estuve a punto de llorar de alivio cuando pasé la pierna por encima del borde y
corrí por el agua —que me llegaba hasta la rodilla— salpicando todo a mi paso
mientras me abría camino velozmente. El viento soplaba glacial incluso bajo el sol, y
la humedad hacía que el frío fuera realmente doloroso, pero la enorme fuente me
permitió cruzar el centro de la plaza en pocos segundos. No me detuve al alcanzar el
otro lado, sino que usé como trampolín el borde de escasa altura y me lancé de
cabeza contra la multitud.
Ahora se apartaban con más rapidez a fin de evitar el agua helada que
chorreaba de mis ropas empapadas al correr. Eché otra ojeada al reloj.
Una campanada grave y atronadora resonó por toda la plaza e hizo vibrar las
piedras del suelo. Los niños chillaron al tiempo que se tapaban los oídos y yo
comencé a pegar alaridos mientras seguía corriendo.
—¡Edward! —grité, aun a sabiendas de que era inútil. El gentío era demasiado
ruidoso y apenas me quedaba aliento debido al esfuerzo, pero no podía dejar de
gritar.
El reloj sonó de nuevo. Rebasé a un niño —en brazos de su madre— cuyos
cabellos eran casi blancos a la luz de un sol deslumbrante. Un círculo de hombres
altos, todos con chaquetas rojas, me gritaron advertencias cuando pasé entre ellos
como un bólido. El reloj volvió a tocar.
Dejé atrás a ese grupo y llegué a una abertura en medio de la muchedumbre, un
espacio entre los turistas que se arremolinaban debajo de la torre y caminaban sin
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