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AUTOR Libro
—La ciudad celebra un festejo todos los años. Según afirma la leyenda, un
misionero cristiano, el padre Marcos —de hecho, es el Marco de los Vulturis—
expulsó a todos los vampiros de Volterra hace mil quinientos años. La historia
asegura que sufrió martirio en Rumania, hasta donde había viajado para seguir
combatiendo el flagelo del vampirismo. Por supuesto, todo es una tontería... Nunca
salió de la ciudad, pero de ahí es de donde proceden algunas supersticiones tales
como las cruces y los dientes de ajo. El padre Marcos las empleó con éxito, y deben
funcionar, porque los vampiros no han vuelto a perturbar a Volterra —esbozó una
sonrisa sardónica—. Se ha convertido en la fiesta de la ciudad y un acto de
reconocimiento al cuerpo de policía. Al fin y al cabo, Volterra es una ciudad
sorprendentemente segura y la policía se anota el tanto.
Comprendí a qué se refería al emplear la palabra «ironía».
—No les va a hacer mucha gracia que Edward la arme el día de San Marcos,
¿verdad?
Alice sacudió la cabeza con expresión desalentadora.
—No. Actuarán muy deprisa.
Desvié la vista mientras intentaba evitar que mis dientes perforaran la piel de
mi labio inferior. Empezar a sangrar en ese momento no era la mejor idea.
—¿Sigue planeando actuar a mediodía? —comprobé.
—Sí. Ha decidido esperar, y ellos le están esperando a él.
—Dime qué he de hacer.
Ella no apartó la vista de las curvas de la carretera. La aguja del velocímetro
estaba a punto de tocar el extremo derecho del indicador de velocidad.
—No tienes que hacer nada. Sólo debe verte antes de caminar bajo la luz, y
tiene que verte a ti antes que a mí.
—¿Y cómo conseguiremos que salga bien?
Un pequeño coche rojo que iba delante pareció ir marcha atrás cuando Alice lo
adelantó zumbando.
—Voy a acercarte lo máximo posible, luego vas a tener que correr en la
dirección que te indique.
Asentí.
—Procura no tropezar —añadió—. Hoy no tenemos tiempo para una
conmoción cerebral.
Gemí. Arruinarlo todo, destruir el mundo en un momento de torpeza supina
sería muy propio de mí.
El sol continuaba encaramándose a lo alto del cielo mientras Alice le echaba una
carrera. Brillaba demasiado, y me entró pánico de que, después de todo, no sintiera la
necesidad de esperar a mediodía.
—Allí —informó de pronto Alice mientras señalaba una ciudad encastillada en
lo alto del cerro más cercano.
Mientras la miraba, sentí la primera punzada de un miedo diferente. Desde el
día anterior por la mañana —se me antojaba que había transcurrido una semana por
lo menos—, cuando Alice pronunció su nombre al pie de las escaleras, sólo había
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