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LAS FIESTAS DE LONDRES
manidad que con ellos en toda ocasión había usa-
do, aunque fueran sus prisioneros.
Con placer caminaron hasta que estuvieron a vis-
ta de la cibdad; la gente que de la cibdad salía era
en tanta cantidad, que todo el camino venia lleno,
de manera que los de a caballo no podían andar;
unos se llegaban a don Duardos por velle por el
gran amor que le tenían; algunos después de velle
a él iban a ver al gigante Dramusiando y al caba-
llero de la Fortuna, teniendo por cosa espantosa
por un caballero ser vencido un hombre como aquél
así allegaron a vista de la gran ciudad de Londres,
adonde viendo don Duardos por entre los otros
edificios el aposento de Flérida, no pudo estar tan
libre que sus ojos no sintiesen la soledad de tanto
tiempo; mas acordándose cuan cerca estaba de vella,
le hizo olvidar con la gloria presente toda la tris-
teza pasada, y esforzóse lo mejor que pudo para
que ninguno le sintiese aquella flaqueza; llegando
junto de la ciudad, el rey los vino a recebir con
una solene fiesta; el rey recibió a cada uno según
la valía de su persona; don Duardos llegó de los
postreros con Dramusiando, y después de besar la
mano al rey con las rodillas por el suelo, le dijo:
—Señor, si ante vuestra alteza yo puedo valer al-
guna cosa, sea hacerme tanta merced que a este gi-
gante trate, no como hijo de su padre, sino como
el mejor hombre del mundo, pues él lo es.
El rey levantó a don Duardos, tomándole por
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