Page 101 - En el corazón del bosque
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Cuando esa idea se asentó en mi cabeza, una curiosa sensación me cosquilleó
      en brazos y manos, un ansia que sólo podía satisfacer aferrando un martillo y un
      formón y sentándome a trabajar. Bajé al sótano, donde siempre tengo grandes
      reservas de madera, y para mi sorpresa, por primera vez en mi vida, descubrí
      que no quedaba ninguna. Solía adquirir el material necesario para mis juguetes
      en  un  almacén  de  madera  de  la  zona,  pero  era  casi  medianoche  y  estaría
      cerrado hasta la mañana. Pero debía tallar una marioneta; no tenía elección. No
      sería capaz de dormir si no lo hacía. No sería capaz de respirar.
        Salí  de  la  juguetería  y  miré  en  todas  direcciones,  dejando  que  el  aire
      nocturno me llenara los pulmones, y por unos instantes me pregunté si alguien
      me  descubriría  si  saltaba  la  valla  del  almacén  de  madera  y  robaba  lo  que
      necesitaba. Bueno, no sería robar exactamente, pues al día siguiente pagaría lo
      que  me  hubiese  llevado,  pero,  en  cuanto  se  me  ocurrió  semejante  idea,
      comprendí que no podía hacer algo así. Mis piernas ya no eran las de antaño. No
      podía saltar ninguna valla, ni siquiera trepar por ella. (Incluso de joven sólo había
      conseguido  la  plata  en  los  400  metros  vallas,  así  que  ahora,  de  viejo,  era
      impensable). Todo el asunto parecía un disparate.
        Frustrado, centré mi atención en el árbol que se alzaba a mi lado y me fijé en
      una  gruesa  rama.  ¿Podía  ser  tan  sencillo?  Casi  parecía  que  la  rama  estuviese
      llamándome. « ¡Agárrame! —decía—. ¡Vamos, arráncame!» .
        Y eso hice.
        Aferré  la  rama  y,  sorprendiéndome  de  mi  propia  fuerza,  la  arranqué  del
      tronco y me quedé plantado en el camino mirando fijamente aquel sólido pedazo
      de madera. Volví a la tienda, cerré con llave, bajé al sótano y puse manos a la
      obra.
        Sabía exactamente qué marioneta quería hacer. Veía con claridad las piernas
      rectas y estilizadas, articuladas en las rodillas: el segundo par de piernas que papá
      había creado para mí después de que fuera tan insensato como para permitir que
      las primeras se me quemaran mientras dormía. Era fácil recordar el cuerpo liso
      y cilíndrico, así como los brazos flacos y las sencillas manos en sus extremos; la
      cara alegre, impaciente; la reveladora nariz que crecía siempre que decía una
      mentira. Todo se encontraba ahí, bien a salvo en mis recuerdos. Estaba seguro de
      poder hacerlo; después de todo, era un maestro artesano y nunca había fracasado
      en el intento de producir la talla que fuera.
        « Si lo hago bien… —me dije mientras tallaba y cincelaba—. Si consigo que
      quede perfecto, entonces quizá… sólo quizá…» .
        Y durante mucho rato creí que iba a funcionar. Las piernas parecían las que
      debían ser; el cuerpo parecía el que debía ser; la cara parecía la que debía ser.
      Pero  cuando  acabé  aquella  primera  marioneta  y  me  alejé  un  poco  para
      estudiarla, quedé perplejo ante lo que vi: se había transformado misteriosamente
      en un zorro, un zorro que conocía bien, el mismo que, muchos años antes, me
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