Page 41 - En el corazón del bosque
P. 41
7. La marioneta de la señora Shields
Fue papá, mi padre, quien decidió que debíamos abandonar nuestra cómoda
casita junto al bosque e internarnos más en la espesura. Los árboles eran tan
viejos que le proporcionarían mejor material para los juguetes y marionetas que
tallaba todos los días, y le gustaba la idea de empezar de nuevo. Ese año, la vida
había cambiado tanto para nosotros que, cuando oímos hablar del pueblo —un
poco más allá del primero, justo pasado el segundo—, nos pareció el sitio
perfecto para empezar nuestra nueva vida.
Por entonces yo tenía sólo ocho años, pero no había llevado una vida
convencional. Verás, resulta que era un poco travieso, algo nada insólito en un
niño de mi edad, y era proclive a meterme en líos terribles. Siempre parecía
acabar conociendo a gente peculiar que pretendía llevarme por el mal camino.
Era la clase de chaval que podía ir caminando por la calle en busca de una
botella de leche y encontrarse de pronto secuestrado en una feria ambulante, o
trabajando de criado para un villano. Cada vez que lograba escapar, le prometía
a papá que no volvería a salirme de la buena senda, pero tarde o temprano
acababa rompiendo la promesa. No es algo de lo que me sienta orgulloso, pero
era así y no puedo fingir lo contrario.
Cuando cumplí los ocho decidí ser buen chico y, para señalar ese cambio en
mi suerte, a papá le pareció buena idea empezar de nuevo en algún sitio en que
nadie nos conociera.
—Después de todo lo que ha pasado —dijo papá cuando me explicó su plan
—, creo que lo que necesitamos es un cambio. Empezaremos de cero.
Así pues, una mañana, antes del amanecer, antes de que los perros
despertaran, antes de que el rocío dejase de caer sobre los campos,
emprendimos el viaje a través del bosque, sin pararnos a hablar con nadie por el
camino, y sólo nos detuvimos cuando llegamos a este pueblo.
Mi padre me preguntó si me parecía un buen sitio para echar raíces, y no
tuve que pensármelo.
—Sí —contesté—. Creo que sí.
La primera criatura que conocimos fue un joven burro que se había visto
distraído por nuestra llegada mientras comía hierba en la calle del pueblo y que,
tras engullir unos bocados más, se acercó a saludarnos.
—Estáis pensando en mudaros aquí, ¿no? —preguntó, y parecía contento de
que un niño más o menos de su edad fuera a vivir cerca, alguien que podía
llevarlo de vez en cuando a cabalgar por los campos cercanos—. Os lo
recomiendo sinceramente. ¡Ji, jaaa! Vivo aquí con mi manada desde que nací.
Somos diez o doce, pero yo soy el mejor si os apetece galopar un poco. Corro
más que los demás. Nunca os dejaré caer. Y también soy mejor conversador.
¡Ji, jaaa! Supongo que no llevaréis encima unas salchichas, ¿no?