Page 36 - En el corazón del bosque
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Sintió  una  repentina  oleada  de  afecto  y  gratitud  hacia  su  amable  anfitrión.
      Llenó un plato con carne fría, ensalada de repollo y zanahoria, un panecillo, un
      trozo de queso holandés, un par de huevos duros, unas salchichas, una loncha de
      beicon, un pequeño rábano picante, y decidió que bastaría como entrante. Unas
      naranjas  de  aspecto  muy  jugoso  se  estaban  exprimiendo  en  una  jarra  en  el
      extremo de la encimera, así que esperó a que hubiesen acabado para servirse un
      vaso.
        —No  temas,  si  dices  gracias  no  se  te  caerá  ningún  diente  —le  espetó  una
      naranja,  convertida  ahora  en  una  cáscara  exprimida  y  agotada  en  el  montón
      sobre la encimera, mirando furibunda al niño.
        —Gracias —dijo Noah, y se apartó rápidamente.
        En el alféizar de la ventana vio un osito de madera sentado; el pelaje blanco
      le  caía  sobre  los  ojos  y  lucía  una  pajarita  de  brillante  madera  roja.  Noah
      consideró sentarse a su lado a comer, pero el oso dejó escapar un gruñido en voz
      baja cuando se acercó a él, y el niño se detuvo en seco, vacilante.
        —Siéntate aquí, muchacho —dijo el viejo indicando una de las dos sillas a
      ambos  lados  de  la  mesa  de  la  cocina.  Titubeó  un  instante  antes  de  agarrar  un
      trozo nuevo de madera y ponerse manos a la obra con un formón más grueso y
      afilado  que  el  que  había  usado  abajo,  con  cuidado  al  principio  y  luego  con
      creciente confianza—. Creo que voy a hacer otro intento con esto —comentó con
      una sonrisa.
        —¿Qué está tallando ahora? ¿Otro conejo?
        —Espero que no. Aunque, como nunca acaba siendo lo que había previsto,
      quién sabe qué va a salir de este taco. Pero no hay nada malo en intentarlo. —Se
      sentó en la otra silla y se llevó una mano a los riñones al hacerlo—. Me duele la
      espalda —musitó al ver que el niño lo miraba—. Es uno de los inconvenientes de
      hacerse  viejo.  Pero  la  culpa  es  sólo  mía.  Debería  haberme  quedado  como
      estaba. Supongo que piensas que todo el mundo envejece y no tengo derecho a
      quejarme.
        —Qué va —repuso Noah sin vacilar—. No pienso eso ni mucho menos. No
      todo el mundo se hace viejo.
        El hombre lo miró, extrañado por sus palabras, pero no hizo más preguntas.
        —Come —dijo al cabo de un rato, señalando el plato lleno que el niño tenía
      delante—. Come, no se vaya a calentar.
        Pese al hambre que tenía, Noah no comió con precipitación, pues su madre
      siempre decía que debía mostrarse considerado con los demás comensales y no
      comer  como  un  cerdo  al  que  no  hubiesen  alimentado  en  un  mes.  Masticó
      despacio  y  en  silencio,  disfrutando  de  cada  bocado  de  aquella  comida,  que  le
      parecía la más deliciosa que había probado en su vida.
        —Hubo  un  tiempo  en  que  yo  tenía  un  apetito  como  el  tuyo  —comentó  el
      anciano—. Pero ya no. Ahora suele bastarme con once o doce comidas al día.
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