Page 50 - El niño con el pijama de rayas
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9. Bruno recuerda que le gustaba jugar a los exploradores
        Durante un tiempo nada cambió en Auschwitz.
        Bruno tenía que aguantar a Gretel, que se ponía muy antipática con él cuando
      estaba  de  mal  humor,  es  decir  casi  siempre,  porque  su  hermana  era  tonta  de
      remate.
        Y seguía anhelando volver a su casa de Berlín, aunque los recuerdos de la
      vida  allí  empezaban  a  difuminarse.  Llevaba  varias  semanas  sin  proponerse
      siquiera enviar otra carta al Abuelo o la Abuela, y, por lo tanto, sin sentarse a
      escribirla.
        Los  soldados  continuaban  entrando  y  saliendo  todos  los  días  de  la  semana,
      celebrando reuniones en el despacho de Padre, donde seguía estando Prohibido
      Entrar  Bajo  Ningún  Concepto  y  Sin  Excepciones.  El  teniente  Kotler  seguía
      paseándose ufano con sus botas negras como si no hubiera en el mundo nadie
      más  importante  que  él,  y  cuando  no  se  encontraba  con  Padre  estaba  en  el
      camino de la casa hablando con Gretel mientras ella reía nerviosamente y se
      enroscaba el cabello con los dedos, o susurrando en alguna habitación con Madre.
        Las  criadas  seguían  lavando,  barriendo,  cocinando,  limpiando,  sirviendo,
      recogiendo, y nunca hablaban con nadie a menos que alguien se dirigiera a ellas.
      María seguía dedicando la mayor parte del tiempo a ordenar la ropa de Bruno y
      asegurarse  de  que  estuviera  bien  doblada  en  su  armario.  Y  Pavel  seguía
      acudiendo a la casa todas las tardes para pelar patatas y zanahorias y ponerse
      luego  su  chaqueta  blanca  y  servir  la  cena.  (De  vez  en  cuando  Bruno  lo  veía
      lanzar una mirada a su rodilla, donde se apreciaba una diminuta cicatriz, secuela
      de  su  accidente  con  el  columpio;  pero,  aparte  de  eso,  nunca  se  dirigían  la
      palabra).
        Y entonces cambiaron las cosas. Padre decidió que era hora de que los niños
      reanudaran sus estudios, y aunque a Bruno le parecía ridículo que montaran una
      escuela sólo para dos alumnos, Madre y Padre coincidieron en que necesitaban
      un  profesor  particular  que  acudiera  a  la  casa  todos  los  días  para  llenarlos  de
      clases las mañanas y las tardes. Unos días después, un individuo llamado herr
      Liszt  llegó  traqueteando  por  el  camino  en  su  carraca  y  dieron  comienzo  las
      lecciones. Herr  Liszt  era  un  misterio  para  Bruno.  Pese  a  que  en  general  se
      mostraba  simpático  y  nunca  le  levantaba  la  mano  como  hacía  su  antiguo
      profesor  de  Berlín,  algo  en  su  mirada  sugería  que  albergaba  mucha  rabia
      acumulada que podía liberarse en cualquier momento.
        A herr Liszt le gustaban mucho la geografía y la historia, mientras que Bruno
      prefería la lectura y el dibujo.
        —Eso no te servirá para nada —insistía el profesor—. Hoy en día es mucho
      más importante un profundo conocimiento de las ciencias sociales.
        —En  Berlín,  la  Abuela  siempre  nos  dejaba  interpretar  obras  de  teatro  —
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