Page 46 - El niño con el pijama de rayas
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8. Por qué la abuela se marchó furiosa
        Las dos personas de Berlín a quienes más añoraba Bruno eran los abuelos.
      Vivían en un pisito cerca de los puestos de fruta y verdura, y en la época en que
      el niño se mudó a Auschwitz, el Abuelo tenía casi setenta y tres años, lo cual,
      según  él,  lo  convertía  en  el  hombre  más  anciano  del  mundo.  Una  tarde  había
      calculado  que  si  vivía  ocho  veces  los  años  que  había  vivido  hasta  entonces,
      seguiría teniendo un año menos que el Abuelo.
        El Abuelo regentaba un restaurante en el centro de la ciudad, y uno de sus
      empleados era el padre de Martin, el amigo de Bruno, que trabajaba de cocinero.
      Aunque  el  Abuelo  ya  no  cocinaba  ni  servía  mesas,  se  pasaba  el  día  en  el
      restaurante; por la tarde se sentaba a la barra y charlaba con los clientes, y por la
      noche cenaba allí y se quedaba hasta la hora de cerrar, riendo con sus amigos.
        La Abuela parecía mucho más joven que las abuelas de los otros niños. De
      hecho, cuando Bruno se enteró de la edad que tenía —sesenta y dos años— se
      llevó una sorpresa. Ella había conocido al Abuelo cuando era joven, después de
      uno de sus conciertos, y éste la había convencido para que se casara con él, pese
      a  todos  sus  defectos.  La  Abuela  tenía  el  cabello  largo  y  pelirrojo,
      asombrosamente  parecido  al  de  su  nuera,  y  los  ojos  verdes,  y  aseguraba  que
      aquello se debía a que en su familia había sangre irlandesa. Bruno siempre sabía
      cuándo una reunión familiar estaba a punto de animarse: la Abuela se situaba
      cerca  del  piano  hasta  que  alguien  se  sentaba  en  la  banqueta  y  le  pedía  que
      cantara.
        —Pero ¡qué dices! —exclamaba ella, poniéndose una mano sobre el pecho
      como  si  la  idea  le  cortara  la  respiración—.  ¿Me  estás  pidiendo  que  cante  una
      canción?  Imposible,  imposible.  Me  temo,  joven,  que  mis  días  de  cantante  han
      pasado a la historia.
        —¡Que  cante,  que  cante!  —la  animaban  los  invitados,  y  tras  una  pausa
      apropiada, que a veces duraba hasta diez o doce segundos, la Abuela cedía y se
      volvía  hacia  el  joven  que  se  había  sentado  al  piano  mientras  decía  con
      desparpajo:
        —La  Vie  en  Rose,  en  mi  bemol  menor.  Y  no  pierdas  el  compás  en  los
      cambios.
        En casa de Bruno, el momento culminante de las fiestas era cuando la Abuela
      cantaba, que por algún extraño motivo siempre coincidía con el momento en que
      Madre abandonaba el salón donde estaban los invitados y se iba a la cocina con
      alguna de sus amigas. Padre siempre se quedaba a escuchar, y Bruno también
      porque nada le gustaba más que oír a la Abuela cantar a pleno pulmón y, al final,
      empaparse  de  los  aplausos  de  los  invitados.  Además,  La  Vie  en  Rose  era  una
      canción que le producía escalofríos y le erizaba el vello de la nuca.
        A la Abuela le gustaba pensar que Bruno o Gretel seguirían sus pasos y serían
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