Page 126 - 13 Pitagoras
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que el sistema estuvo tan sobrecargado que resultaba ridículo y, por
                      supuesto, completamente inútil. La posibilidad de que los cuerpos
                      celestes siguieran cualquier otra órbita que no fuera circular era
                      inaceptable para los griegos: tenía que ser un círculo, la más per-
                      fecta de todas las formas.
                          Incluso cuando Nicolás Copérnico (1473-1543),  en su gran
                      obra De revolutionibus orbius celestium (Sobre  el movimiento
                      de las esferas celestiales, publicada en el año de su muerte), des-
                      tronó a la Tierra de su posición en el centro del universo y la reem-
                      plazó por el Sol,  aún se mantuvo fiel  a  aquellas viejas órbitas
                      circulares. No fue hasta 1609 cuando Johannes Kepler (1571-1630)
                      las reemplazó por elipses.
                          Pero el revolucionario Kepler no supo escapar del todo al in-
                      flujo poético de un cosmos en equilibrio musical. Aunque fue una
                      figura clave en la revolución científica, el gran astrónomo y ma-
                      temático alemán también era un místico. Invirtió treinta años de
                      su vida en demostrar que el movimiento de los planetas cumplía
                      las leyes pitagóricas de la annonía. En busca del principio funda-
                      mental que explicara el porqué de las excentricidades orbitales
                      de los planetas, Kepler midió, para cada uno de ellos, la velocidad
                      máxima en el perihelio ( el punto más cercano al Sol) y la veloci-
                      dad mínima en el afelio ( el punto más alejado). Para deleite del
                      astrónomo, los cocientes entre una velocidad y otra se correspon-
                      dían con intervalos armónicos, por lo que representó los cocientes
                      en forma de notación musical, un rendido homenaje a la melodía
                      de las esferas pitagórica. Kepler expuso su teoría en la obra Har-
                     monice mundi (La armonía de los mundos), publicada en 1619.
                      En sus páginas llegó a plantear escalas y acordes asociados a cada
                     planeta. En momentos muy poco frecuentes, según el autor, todos
                      los planetas podrían tocar juntos en perfecta concordancia, lo que
                     pudo haber ocurrido una única vez en la historia, quizá en el mo-
                     mento de la creación.













          126        LA ARMONÍA DEL COSMOS
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