Page 115 - Cementerio de animales
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Louis. Recordó la mirada que vio, o creyó ver, en los ojos de Jud.
               Pero allí arriba aquello parecía carecer de importancia. Allí lo más importante era
           el viento, aquella corriente incesante que le alborotaba el pelo.

               Jud se sentó con la espalda apoyada contra un árbol, encendió una cerilla en el
           hueco de las manos y prendió un Chesterfield.
               —¿Quieres descansar un poco antes de empezar a cavar?

               —No; estoy bien —dijo Louis. Hubiera podido seguir preguntando, pero en aquel
           momento le tenían sin cuidado las respuestas. No le parecía bien, pero tampoco le
           parecía  mal,  y  decidió  dejarlo…,  por  el  momento.  En  realidad,  sólo  una  cosa  le

           interesaba—. ¿Tú crees que voy a poder cavar una tumba aquí? La capa de tierra
           parece muy delgada. —Señaló con un movimiento de cabeza el lugar en el que la
           roca emergía de la tierra, al borde de la escalera.

               Jud movió la cabeza despacio.
               —Sí —dijo—. Si hay tierra suficiente para que crezca la hierba, tiene que haberla

           para cavar una tumba, Louis. Y hace mucho tiempo que la gente cava tumbas en este
           sitio. Aunque fácil no será.
               No fue fácil. La tierra era dura y pedregosa, y Louis comprendió enseguida que,
           para abrir una fosa lo bastante honda para Church, iba a necesitar el pico. Usó el pico

           y la pala alternativamente, para remover y quitar la tierra y las piedras. Le dolían las
           manos. Había entrado en calor. Sentía la imperiosa necesidad de hacer bien el trabajo.

           Empezó a canturrear entre dientes, como hacía algunas veces cuando suturaba una
           herida. Cuando el pico tropezaba con una piedra saltaban chispas y una vibración se
           transmitía a sus brazos por el mango de la herramienta. Se le formaban ampollas en
           las palmas de las manos, pero no le importaba, a pesar de que, como la mayoría de

           los médicos, se cuidaba mucho las manos. El viento seguía silbando y silbando su
           melodía de tres notas.

               Los golpes del pico eran el contrapunto. Al mirar por encima del hombro, vio que
           Jud  estaba  agachado,  reuniendo  las  piedras  más  grandes  que  había  excavado  y
           formando con ellas un montón.
               —Son para el "cairn" —dijo al notar que le observaba.

               —Oh —dijo Louis. Y volvió a su trabajo.
               Cavó una fosa de unos sesenta centímetros de ancho por ochenta de largo —«un

           Cadillac de fosa para un cochino gato», pensaba él— y, cuando llegó a unos setenta
           centímetros de profundidad y el pico empezó a hacer saltar chispas casi a cada golpe,
           dejó las herramientas a un lado y preguntó a Jud si era suficiente.

               Jud se levantó y echó una mirada indiferente al hoyo. —A mí me parece que está
           bien —dijo—. De todos modos, lo que importa es lo que creas tú.
               —¿No vas a explicarme qué es esto?

               Jud sonrió levemente.




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