Page 111 - Cementerio de animales
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—¿Qué te pasa?
               —Nada —respondió Louis.
               —Podrías ver el fuego de San Telmo. Dibuja formas muy curiosas, pero no pasa

           nada.  Si  te  fastidia,  no  tienes  más  que  mirar  a  otro  lado.  También  podrías  oír  un
           rumor como de voces, pero no son más que los somormujos del lado de Prospect. El
           eco llega lejos. Curioso, ¿no?

               —¿Somormujos? —preguntó Louis con escepticismo—. ¿En esta época?
               —Oh, sí —dijo Jud con una voz totalmente inexpresiva. Durante un momento,
           Louis deseó vivamente ver la cara del viejo. Aquella mirada…

               —Jud,  ¿adonde  vamos?  ¿Qué  puñetas  hacemos  a  oscuras,  en  estos  parajes  de
           ultratumba?
               —Te lo diré cuando lleguemos. —Jud dio media vuelta y siguió andando—. Ten

           cuidado con los desniveles.
               Siguieron  avanzando,  asentando  los  pies  en  las  protuberancias  del  suelo

           pantanoso. Louis no miraba por dónde iba. Parecía encontrar automáticamente, sin el
           menor esfuerzo, el lugar más seguro para poner el pie. Sólo resbaló una vez, cuando
           su zapato izquierdo rompió una fina lámina de hielo y se hundió en un charco frío. Lo
           sacó de allí rápidamente y siguió andando tras la luz oscilante. Aquel haz luminoso

           que bailoteaba entre los árboles le traía recuerdos de las novelas de piratas que leía de
           chico. Forajidos que iban a enterrar los doblones a la luz de la luna… y, naturalmente,

           uno de ellos sería arrojado al hoyo con el cofre, con una bala en el corazón, porque
           los  piratas  creían  —por  lo  menos,  así  lo  afirmaban  solemnemente  los  autores  de
           aquellos  tétricos  relatos—  que  el  espíritu  del  camarada  muerto  permanecería  allí,
           guardando el botín.

               «Pero el caso es que nosotros no vamos a enterrar un tesoro. Lo que nosotros
           llevamos es el gato capado de mi hija.»

               Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar la risa.
               No oyó ningún «rumor como de voces» ni vio el fuego de San Telmo; pero, tras
           salvar  una  media  docena  de  ondulaciones,  miró  al  suelo  y  vio  que  sus  pies,
           pantorrillas, rodillas y la parte baja de los muslos estaban envueltos en una niebla

           blanca, densa y opaca. Era como andar por un ventisquero impalpable.
               El aire parecía tener ahora una leve fosforescencia, y Louis hubiera jurado que era

           más cálido. Veía a Jud caminar con paso uniforme y él pico al hombro. Aquel pico le
           daba estampa de enterrador de tesoros.
               Louis seguía sintiendo aquella extraña euforia, y de pronto se le ocurrió que, tal

           vez, Rachel estuviera llamando por teléfono, que en su casa estuvieran sonando unos
           timbrazos machacones y prosaicos, que…
               Casi se echó encima de Jud. El viejo estaba parado en medio del sendero con la

           cabeza ladeada y los labios apretados.




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