Page 109 - Cementerio de animales
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troncos no podrían lastimarle si él no lo consentía. Era una majadería, desde luego,
como la estúpida confianza del que cree no hay peligro alguno en conducir estando
borracho siempre que uno lleve la medalla de san Cristóbal.
Pero estaba dando resultado.
Ni hubo estampido seco cual disparo de pistola al partirse una rama, ni angustioso
desplome en hoyo provisto de afiladas astillas dispuestas a pinchar y desgarrar.
Sus zapatos (mocasines Hush Puppy, muy poco recomendables para pisar
troncos) no resbalaron en el musgo seco que cubría muchos de los árboles caídos. No
vacilaba ni hacia adelante ni hacia atrás. El viento rugía entre los abetos que les
rodeaban.
Louis vio a Jud de pie en lo alto de la montaña de troncos. Luego, su guía empezó
a bajar por el otro lado y de la vista de Louis desaparecieron las pantorrillas, las
caderas, y luego el pecho del hombre. La luz bailaba entre las ramas de los árboles
agitadas por el viento al otro lado de la… la barrera. Sí; era eso, ¿por qué tratar de
negarlo? La barrera.
Louis llegó arriba y se detuvo un momento, con el pie derecho descansando sobre
un viejo tronco colocado en un ángulo de treinta y cinco grados y el izquierdo en otro
algo más flexible… ¿Un amasijo de viejas ramas de abeto? No miró para averiguarlo,
y se limitó a cambiar de mano el pesado saco que contenía el cuerpo de Church y la
pala, más liviana. Alzó la cara al viento que soplaba ininterrumpidamente,
alborotándole el pelo. Era tan frío, tan limpio, tan… constante.
Moviéndose con soltura, casi con paso elástico, Louis empezó a bajar. Una rama,
del grueso de la muñeca de un hombre robusto, se partió bajo sus pies con un fuerte
chasquido, pero él no se asustó y su pie encontró el soporte de una rama más gruesa
unos diez centímetros más abajo. Louis ni se tambaleó. Ahora creía comprender
cómo los jefes de compañía de la Primera Guerra Mundial podían pasear por el borde
de las trincheras silbando "Tipperary" mientras las balas zumbaban alrededor. Era
demencial, pero, por lo mismo, electrizante.
Bajó mirando hacia adelante, donde brillaba la luz de la linterna de Jud que se
había parado a esperarle. Cuando llegó abajo se sintió inundado de una euforia que
era como la llamarada que brota de las brasas al rociarlas con fuel.
—¡Lo conseguimos! —gritó. Puso la pala en el suelo y dio a Jud una palmada en
el hombro. Ahora recordaba el día en que, de niño, cruzó un puente ferroviario y el
día en que trepó a la rama más alta de un manzano que se balanceaba al viento como
el mástil de un barco. Hacía más de veinte años que no se sentía tan joven ni tan
visceralmente vivo—. ¡Jud, lo conseguimos!
—¿Lo habías dudado? —preguntó Jud.
Louis abrió la boca para responder —«¿Lo habías dudado? ¡Podíamos habernos
matado!»—, pero volvió a cerrarla. En realidad, no lo dudó ni un momento desde que
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