Page 113 - Cementerio de animales
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tenía aquella débil fosforescencia, y lo único que distinguía era la espalda de Jud, a
menos de un metro de distancia. Ahora pisaban una hierba rala, endurecida por la
escarcha, que se quebraba como el cristal. Luego, volvieron a meterse entre árboles.
Olía a pino y, de vez en cuando, le rozaba alguna rama.
Louis había perdido la noción del tiempo y de la dirección, pero, al poco rato, Jud
volvió a pararse y le dijo:
—Escalones. Están tallados en la roca. Hay cuarenta y dos o cuarenta y cuatro, no
recuerdo exactamente. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba ya no habrá que andar
más.
Empezó a subir y Louis le siguió.
Los escalones eran bastante anchos, pero la sensación de apartarse del suelo
resultaba inquietante. De vez en cuando, bajo sus suelas crujían guijarros y
fragmentos de piedra.
«… doce… trece… catorce…»
El viento era ahora más fuerte y más frío. Louis tenía la cara insensible.
«¿Estaremos por encima de las copas de los árboles?», se preguntó. Levantó la
mirada y vio millones de estrellas, luces frías en la oscuridad. Nunca en la vida las
estrellas le habían hecho sentirse tan pequeño, infinitesimal, insignificante. Se
formuló la vieja pregunta: «¿Habrá seres inteligentes ahí arriba?» Y la idea, en lugar
de suscitar una ensoñadora curiosidad, le produjo un vivo horror, como si acabara de
preguntarse a sí mismo qué le parecería comerse un puñado de hormigas.
«…veintiséis… veintisiete… veintiocho…»
«¿Quién tallaría estos escalones, por cierto? ¿Los indios? ¿Los micmacs?
¿Manejaban herramientas? Tengo que preguntárselo a Jud.» Entonces se acordó de la
cosa que se había acercado a ellos en el bosque. Tropezó con un escalón y con el
dorso de su enguantada mano buscó el apoyo de la pared que tenía a la izquierda. La
notó áspera, estriada y rugosa. «Como una piel reseca y gastada», pensó.
—¿Vas bien, Louis? —murmuró Jud.
—Muy bien —dijo, aunque estaba casi sin aliento y tenía los brazos dormidos por
el peso de Church.
«…cuarenta y dos… cuarenta y tres… cuarenta y cuatro…»
—Cuarenta y cinco —dijo Jud—. Lo había olvidado. Hace doce años que no
subía, y no creo que vuelva. Aja… ¡Arriba!
Agarró del brazo a Louis para ayudarle a subir el último escalón.
—Ya hemos llegado —dijo Jud.
Louis miró en derredor. Se veía bastante bien a la luz de las estrellas. Estaban en
una plataforma rocosa sembrada de cascajo, que asomaba de la tierra que se extendía
más allá como una lengua oscura. Al otro lado, por donde habían venido, se veían las
copas de los abetos. Al parecer, habían subido a lo alto de una especie de mesa, un
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