Page 110 - Cementerio de animales
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vio a Jud acercarse a los troncos. Y no le preocupaba el regreso.
               —Creo que no —dijo.
               —Vamos. Aún queda un trecho. Unos cinco kilómetros.

               Siguieron andando. El sendero continuaba, en efecto. En algunos tramos parecía
           muy ancho, aunque, a aquella luz movediza no se distinguía claramente; era más bien
           una  sensación  de  espacio,  la  sensación  de  que  los  árboles  retrocedían.  Una  o  dos

           veces, Louis levantó la mirada y vio parpadear las estrellas entre las copas oscuras de
           los abetos. Una sombra cruzó el sendero y la luz se reflejó fugazmente en unos ojos
           verdosos.

               En otros puntos, el sendero se estrechaba y los matorrales arañaban la tela del
           chaquetón  de  Louis.  Ahora  se  cambiaba  de  mano  el  saco  y  la  pala  con  más
           frecuencia, pero el dolor de los hombros era constante. Ajustó el paso a una cadencia

           rítmica que casi llegó a hipnotizarle. Allí había una fuerza, sí, la sentía. Recordó un
           día en que, estando en tercer año de la escuela secundaria salió con una muchacha y

           con otra pareja de paseo por el campo y fueron a parar a un camino que terminaba en
           una  central  eléctrica.  Estaban  arrullándose  cuando,  al  poco  rato,  la  muchacha  que
           estaba con Louis dijo que quería irse a casa o, por lo menos, a otro sitio, porque le
           dolían las muelas (las que tenían empaste, que eran casi todas). Louis se alegró de

           marcharse de allí. El aire que rodeaba la central le hacía sentirse nervioso y en vilo.
           Aquí le ocurría lo mismo, pero el efecto era aún más fuerte. Más fuerte, pero en modo

           alguno desagradable. Era…
               Jud se había parado al pie de una cuesta. Louis tropezó con él.
               —Casi  hemos  llegado  —dijo  Jud  volviéndose—.  El  trecho  que  viene  ahora  es
           como los troncos. Hay que andar con serenidad y firmeza. Tú sígueme y no mires

           abajo. Hasta ahora hemos andado cuesta abajo, ¿lo has notado?
               —Sí.

               —Ahora  estamos  al  borde  de  lo  que  los  micmacs  llamaban  el  Pequeño  Dios
           Pantano. Los tratantes de pieles que pasaban por aquí lo llamaban el Paso del Muerto,
           y la mayoría de los que conseguían cruzarlo ya nunca más volvían por aquí.
               —¿Arenas movedizas?

               —Oh, sí, cantidad. Hay corrientes que suben burbujeando a través de una capa de
           arena  de  cuarzo  que  dejó  el  glaciar.  Nosotros  la  llamamos  arena  de  sílice,  aunque

           probablemente tiene otro nombre.
               Jud le miraba fijamente y, durante un momento, Louis creyó percibir un brillo no
           del todo agradable en los ojos del viejo.

               Entonces, Jud movió la linterna y el brillo se apagó.
               —Por estos contornos hay cosas muy raras, Louis. El aire es más denso…, tiene
           electricidad…, qué sé yo.

               Louis se sobresaltó.




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