Page 112 - Cementerio de animales
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—Jud, ¿qué es…?
—¡Sssh!
Louis miró en torno con inquietud. La niebla se había diluido un poco, pero él aún
no podía verse los pies. Entonces oyó crujir unas ramas. Algo se movía en la
espesura, algo bastante grande.
Abrió la boca para preguntar a Jud si podía ser un alce (en realidad, estaba
pensando en un oso), pero volvió a cerrarla sin decir nada. «Es el eco», había dicho
Jud.
Louis ladeó la cabeza a su vez, imitando a Jud instintivamente sin darse cuenta, y
tendió el oído. El sonido, al principio lejano, estaba ahora muy cerca, iba hacia ellos
de un modo alarmante. Louis sintió que el sudor le manaba de la frente y le resbalaba
por las mejillas agrietadas por el frío. Se cambió de mano la pesada bolsa que
contenía el cuerpo de Church. El plástico le resbalaba por la húmeda palma. Ahora la
cosa parecía estar tan cerca que Louis esperaba verla de un momento a otro alzarse
sobre los cuartos traseros, tapando las estrellas con la mole de su cuerpo peludo.
Ahora ya no pensaba en un oso.
Ahora ya no sabía en qué pensaba.
Y entonces se esfumó.
Louis volvió a abrir la boca con la pregunta de «¿Qué ha sido eso?» en la punta
de la lengua, cuando de la oscuridad brotó una risa estridente y frenética que subía y
bajaba de tono con histéricas oscilaciones taladrándole los tímpanos y helándole la
sangre. A Louis le parecía que todas las articulaciones de su cuerpo se habían
congelado y que había aumentado de peso hasta el extremo de que si daba media
vuelta y echaba a correr se lo tragaría el lodo.
La risa se quebró en un áspero cacareo como se parte una roca por una falla
múltiple, subió en un chillido agudo y se cuarteó en un gorgoteo que, antes de
apagarse del todo, sonó como un sollozo.
Se oyó un chapoteo, y sobre sus cabezas rugió el viento como un río que corriera
por el lecho del cielo. Por lo demás, el Pequeño Dios Pantano quedó en silencio.
Louis empezó a tiritar de pies a cabeza. Se le puso la piel de gallina. Era como si
se le abrieran las carnes, sobre todo en el bajo vientre. Tenía la boca seca. No le
quedaba ni una gota de saliva. A pesar de todo, persistía aquella euforia demencial.
—¿Qué diablos…? —susurró roncamente.
Jud se volvió a mirarle. A aquel tenue resplandor, parecía tener ciento veinte años.
En sus ojos no había ya ni asomo de aquel brillo. Estaba demacrado y su mirada
reflejaba puro terror. Pero con voz bastante firme dijo:
—No era más que un somormujo. Vamos, ya casi hemos llegado.
Continuaron. El suelo volvía a ser firme. Durante unos momentos, Louis
experimentó la sensación de encontrarse en un espacio abierto, aunque el aire ya no
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