Page 138 - Cementerio de animales
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has de estar muerto.
               En la habitación contigua, el reloj dio las diez y media.
               —¿Qué  dijo  tu  padre  al  volver  a  casa  y  ver  el  perro?  —preguntó  Louis  con

           curiosidad.
               —Yo estaba en el jardín, jugando a las canicas y esperándole. Me sentía como si
           hubiera hecho algo malo y supiera que, probablemente, iba a recibir unos azotes. Él

           cruzó la verja a eso de las ocho, con su mono de peto y la gorra de cotín… ¿Sabes lo
           que quiero decir?
               Louis asintió ahogando un bostezo con el dorso de la mano.

               —Sí —dijo Jud—. Se hace tarde. Tengo que abreviar.
               —No es tan tarde —dijo Louis—. Lo que ocurre es que llevo más cervezas de las
           que acostumbro. Continúa, Jud, y a tu ritmo. Eso me interesa.

               —Mi padre cruzó la verja balanceando la fiambrera por el asa y silbando. Estaba
           oscureciendo, pero me vio y dijo: «¡Hola, Judkins!» como siempre, y luego: «¿Dónde

           está…?»
               »No  dijo  más,  porque  entonces  "Spot"  salió  de  la  sombra,  no  venía  corriendo,
           como siempre, dispuesto a brincar de alegría, sino andando despacio y moviendo la
           cola. Mi padre dejó caer la fiambrera y dio un paso atrás. Creo que hubiera dado

           media  vuelta  y  echado  a  correr,  pero  su  espalda  tropezó  con  la  cerca  y  se  quedó
           quieto, mirando al perro. Y cuando "Spot" se alzó por fin sobre los cuartos traseros,

           mi padre le tomó la patas como si fueran las manos de una señorita con la que fuera a
           bailar. Se quedó mirando al perro mucho rato y luego me miró a mí y dijo: «Necesita
           un baño, Jud. Aún tiene el hedor de la tierra en la que lo enterraste.» Y entró en casa.
               —¿Y tú qué hiciste? —preguntó Louis.

               —Darle otro baño. Y él lo aceptó, sentado en el barreño. Y cuando entré en casa
           mi madre ya se había acostado, a pesar de que no eran las nueve todavía. Mi padre

           me dijo: «Tenemos que hablar, Judkins.» Yo me senté frente a él, y él me habló como
           a un hombre, por primera vez en mi vida, mientras del otro lado de la carretera, donde
           ahora está tu casa, venía el perfume de la madreselva y, de nuestro propio jardín, el de
           las rosas silvestres. —Jud Crandall suspiró—. Yo siempre pensé que me gustaría que

           él me hablara así, pero no, no me gustó nada. Lo de esta noche, Louis, ha sido como
           asomarse a un espejo que está colocado frente a otro espejo y verse proyectado por un

           interminable corredor. Me pregunto cuántas veces se habrá transmitido esta historia.
           Una historia en la que sólo cambian los nombres. Es como la cosa del sexo, ¿no te
           parece?

               —Tu padre lo sabía.
               —Aja. «¿Quién te ha llevado allí arriba, Jud?», me preguntó. Yo se lo dije. Él
           movió la cabeza como dando a entender que ya se lo había figurado. No obstante,

           después  averigüé  que  en  aquel  tiempo  había  en  Ludlow  seis  u  ocho  personas  que




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