Page 171 - Cementerio de animales
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las garras de un pájaro. A veces yo tenía que darle de comer. Me horrorizaba, pero lo
hacía sin protestar. Cuando el dolor aumentó, empezaron a darle calmantes, suaves al
principio, pero los que le daban después la hubieran dejado perturbada para siempre,
por años que hubiera vivido. Aunque todos sabíamos que no viviría. Seguramente por
eso es para nosotros un secreto. Porque queríamos que muriera, Louis, deseábamos su
muerte, y no era para que ella acabara de sufrir, sino para no tener que sufrir nosotros.
Era porque parecía un monstruo y empezaba a ser un monstruo… Oh, Dios, ya sé que
parece una espantosa barbaridad…
Se cubrió la cara con las manos.
Louis la tocó con suavidad.
—Rachel, no es una barbaridad.
—¡Lo es! —gritó ella—. ¡Lo es!
—Es la realidad, sencillamente. A veces, las víctimas de una larga enfermedad se
convierten en series ariscos y tiránicos. La imagen del enfermo sufrido y santo es
falsa. Tan pronto como empiezan a llagarse, ya están amargándoles la vida a los que
están a su lado. Y es que no pueden evitarlo. Pero eso no es un consuelo para los
demás.
Ella le miraba sorprendida…, casi esperanzada. Luego volvió el gesto de
desconfianza.
—Eso te lo inventas ahora.
Él sonrió tristemente.
—¿Quieres que te enseñe los libros? ¿Y la estadística de los suicidios? En las
familias que han cuidado en casa a un enfermo desahuciado durante mucho tiempo, la
cifra de suicidios se dispara hacia la estratosfera durante las seis semanas siguientes a
la muerte del paciente.
—¡Suicidios!
—Se atiborran de pastillas, o abren la espita del gas, o se saltan la tapa de los
sesos. Odio…, agotamiento…, repulsión…, tristeza… —Se encogió de hombros y
juntó los puños con suavidad—. Los supervivientes empiezan a sentirse como si
hubieran cometido un crimen. Y claudican.
En la cara de Rachel, congestionada por el llanto, se pintaba ahora una expresión
de dolorido alivio.
—Zelda era exigente…, odiosa. A veces, se orinaba en la cama a propósito. Mi
madre siempre le preguntaba si quería que la ayudase a ir al baño y, después, cuando
ya no podía levantarse, si quería el orinal… y Zelda decía que no…, y entonces se lo
hacía en la cama, para que mi madre o mi madre y yo tuviéramos que cambiarle las
sábanas… Y decía que se le había escapado, pero había una sonrisa en sus ojos. Se
veía la sonrisa. La habitación olía siempre a orines y medicina. Tomaba unos frascos
de calmante que olía a ciruelas silvestres, como las gotas para la tos… Era un olor
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