Page 51 - Cementerio de animales
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irritados; pero, más que otra cosa, parecía cansada. Su madre daba la impresión de
           estar  enferma  de  cansancio.  «Es  un  buen  compañero  de  tu  tío.  Oh,  Louis…,  la
           pobrecita Ruthie… No soporto pensar que haya sufrido… Ven, Louis, vamos a rezar.

           Rezaremos por Ruthie. Necesito que me ayudes.»
               Y él y su madre se arrodillaron en la cocina y rezaron. Fue aquella oración lo que
           por  fin  le  hizo  comprender  la  verdad.  Si  su  madre  rezaba  por  el  alma  de  Ruthie

           Hodge, entonces era que su cuerpo había muerto. Ante sus ojos cerrados apareció la
           imagen horrenda de Ruthie que venía a la fiesta de su decimotercer cumpleaños, con
           sus ojos descompuestos colgando sobre las mejillas y un musgo azulado creciendo

           entre su cabellera rojiza, y la imagen provocó una sensación no ya de horror, sino de
           desesperación por un amor imposible.
               Y  Louis  exclamó  con  la  mayor  angustia  que  experimentara  en  su  vida:  «¡No

           puede haber muerto! ¡MAMÁ, NO PUEDE HABER MUERTO, YO LA QUIERO!»
               A lo que su madre respondió con la voz apagada pero cuajada de imágenes: un

           páramo  bajo  un  cielo  de  noviembre,  pétalos  de  rosa  esparcidos,  ocres  y  con  los
           bordes  rizados,  estanques  vacíos  con  un  poso  de  algas,  podredumbre,
           descomposición, polvo:
               «Ha muerto, cariño. Es muy triste, pero ha muerto. Se ha ido.»

               Louis se estremeció pensando: «Lo muerto, muerto está… ¿A qué preguntar?»
               De pronto, Louis supo qué era lo que había olvidado, por qué seguía despierto,

           hurgando en viejas heridas, la noche antes de empezar su nuevo trabajo.
               Se levantó y se dirigió a la escalera. De pronto, dio media vuelta en el corredor y
           entró en el cuarto de Ellie. La niña dormía apaciblemente, con su pijama azul de una
           pieza que ya le estaba pequeño. «Dios mío, Ellie —pensó Louis—, estás creciendo

           como  una  espiga.  —Church  estaba  hecho  un  ovillo  entre  los  arañados  tobillos  de
           Ellie, muerto para el mundo—. Perdona, es metáfora.»

               Abajo, en la pared del teléfono, había un tablero en el que se clavaban avisos,
           recordatorios  y  facturas.  En  la  parte  superior,  Rachel,  con  su  letra  clara  y  pulcra,
           había escrito: ASUNTOS A RETRASAR TODO LO POSIBLE. Louis sacó la guía
           de teléfonos, buscó un número y lo anotó en un papel. Debajo del número escribió:

           Quentin  L.  Jolander,  veterinario  —pedir  hora  para  Church—  si  Jolander  no  castra
           animales, dará razón.

               Louis miró la nota. Se preguntaba si sería el momento, pero en el fondo sabía que
           sí.  Algo  concreto  tenía  que  resultar  de  aquel  disgusto,  y  durante  aquel  día  había
           decidido —sin darse cuenta de que estaba decidiéndolo— que tenía que hacer algo

           para evitar que Church anduviera cruzando la carretera.
               Volvió a pensar que capar al gato equivalía a disminuirlo, a convertirlo antes de
           tiempo en un bicho gordo y viejo, sin más afán que dormir al lado del radiador, hasta

           que  alguien  le  echara  algo  al  plato.  Louis  no  quería  hacerle  aquello  a  Church.  Le




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