Page 59 - Cementerio de animales
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echadas. Charlton y Steve Masterton se situaron instintivamente entre el herido y las
           puertas, a fin de tapar la vista en la medida de lo posible.
               —¿La camilla dura, doctor? —preguntó la Charlton.

               —Que la traigan, si es que la necesitamos —dijo Louis agachándose al lado de
           Masterton—. Aún no sé lo que tiene.
               —Vamos, tú —dijo la Charlton a la muchacha que había corrido las cortinas. La

           joven se volvía a tirar de los labios con los puños, formando aquella mueca de horror
           que le descubría los dientes como una sonrisa.
               —¡Oh, agg! —gimió la muchacha mirando a la Charlton.

               —De acuerdo, oh ag. Pero andando. —La enfermera la sacudió por un hombro y
           la muchacha se alejó rápidamente. El borde de su falda a rayas rojas y blancas le
           rozaba las pantorrillas.

               Louis se inclinó para examinar a su primer paciente de la Universidad de Maine,
           en Orono.

               Era un muchacho de unos veinte años, y Louis no tardó ni tres segundos en hacer
           su diagnóstico. Estaba prácticamente muerto. Tenía la cabeza aplastada y el cuello
           roto.  La  clavícula  fracturada  le  tensaba  la  piel  del  hombro  derecho,  hinchado  y
           deforme.  De  la  cabeza,  un  fluido  amarillo  y  purulento  goteaba  en  la  alfombra

           mezclado con la sangre. Por un boquete del cráneo, Louis veía palpitar la masa del
           cerebro, de un blanco grisáceo. Era como mirar por una ventana rota. El orificio tenía

           unos cinco centímetros de diámetro. Era lo bastante grande como para que naciera un
           niño, si lo hubiera llevado en la cabeza, como Zeus, que paría por la frente. Parecía
           imposible que aún estuviera vivo. De pronto, le pareció oír la voz de Jud Crandall que
           decía: «A veces sentía su dentellada en el trasero.» Y su madre: «Lo muerto, muerto

           está.» Sintió el disparatado impulso de reír. Lo muerto, muerto. Sí, señora; esto era
           categórico.

               —Llama a la ambulancia —dijo a Masterton—. Hay que…
               —Louis, la ambulancia está…
               —¡Vaya! —Louis se dio una palmada en la frente. Miró a la Charlton—. Joan,
           ¿qué hacen en estos casos? ¿Llaman a seguridad del "campus" o al Centro Médico de

           Maine Oriental?
               Joan parecía aturdida y trastornada, algo insólito en ella, supuso Louis. Pero su

           voz sonaba bastante firme al responder:
               —No lo sé, doctor. Nunca habíamos tenido un caso como éste desde que yo estoy
           en el Centro Médico. Louis pensó con toda la rapidez de que era capaz.

               —Avisen  a  la  policía  del  "campus".  No  podemos  esperar  a  la  ambulancia  del
           hospital. Si es necesario, podemos llevarlo a Bangor en un coche de bomberos. Por lo
           menos, tiene sirena y luces especiales. Llámeles, Joan.

               La  mujer  se  fue,  pero  no  sin  que  Louis  captara  la  mirada  de  profunda




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