Page 81 - Cementerio de animales
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               El  representante  de  la  Upjohn  no  se  presentó  a  las  diez  en  punto  y  Louis,  sin
           poder  resistir  más,  llamó  a  secretaría.  Habló  con  una  tal  Mrs.  Stapleton,  quien

           prometió  enviarle  inmediatamente  una  copia  del  expediente  de  Víctor  Pascow.
           Cuando Louis colgó el teléfono, allí estaba ya el de la Upjohn. No le ofreció ningún
           regalo; sólo le preguntó si quería comprar un abono para los partidos de los Patriots

           de Nueva Inglaterra con descuento.
               —No, señor —dijo Louis.

               —Lo que yo suponía —dijo tristemente el hombre, y se fue.
               A mediodía, Louis se acercó a la Cueva del Oso a comprar un bocadillo de atún y
           una  Coke.  Se  los  llevó  al  despacho  y  mientras  almorzaba  estuvo  leyendo  el
           expediente de Víctor Pascow. Buscaba alguna relación entre el muerto y su persona, o

           North Ludlow, donde estaba el Sematary… puesto que incluso para un fenómeno tan
           disparatado  tenía  que  haber  alguna  explicación  racional.  Quizá  el  chico  se  había

           criado en Ludlow e, incluso, tenía a un perro o gato enterrado allí arriba.
               Louis no encontró el punto de contacto que buscaba. Pascow era de Bergenfield,
           Nueva Jersey, y fue a la universidad para estudiar electrotecnia. En aquellas pocas
           páginas  mecanografiadas,  Louis  no  encontró  nada  que  lo  asociara  con  aquel

           muchacho  que  había  muerto  en  la  sala  de  espera,  excepto,  naturalmente,  las
           circunstancias de la muerte en sí.

               Louis apuró su bebida dando un sonoro sorbetón con la caña en el fondo del vaso
           de cartón y tiró todo el servicio a la papelera. El almuerzo había sido frugal, pero se
           lo comió con apetito. Por ahí todo iba bien; y por lo demás, también. Ahora ya sí. No
           le habían repetido los espasmos y hasta el horror de aquella mañana se le antojaba

           como un simple bache, una jugarreta de los nervios sin más consecuencias.
               Tamborileó  con  las  yemas  de  los  dedos  en  el  bloc,  se  encogió  de  hombros  y

           descolgó el teléfono. Marcó el número del Centro Médico de Maine Oriental y pidió
           por el depósito.
               Cuando le pusieron con el empleado de patología, se identificó y dijo:

               —Tienen ustedes ahí a uno de nuestros estudiantes, Víctor Pascow.
               —Ya no está —dijo la voz—. Se fue.
               A Louis se le cerró la garganta. Por fin, consiguió articular:

               —¿Cómo dice?
               —El cadáver salió anoche en avión consignado a sus padres. Se hizo cargo de él
           uno de Pompas Fúnebres Brookings-Smith. Lo embarcaron en un Delta mmm… —

           Ruido de papeles—. Delta, vuelo 109. ¿Dónde imaginó que se había ido? ¿Al baile?
               —No  —dijo  Louis—.  Claro  que  no.  Es  sólo  que…  —¿Qué?  ¿A  santo  de  qué
           había  llamado?  No  había  forma  de  indagar  en  el  caso  con  sensatez.  Había  que



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