Page 225 - El Misterio de Salem's Lot
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—¿Has tenido una pesadilla?
               —Creo que sí... No me acuerdo.
               —Es que gritaste en sueños.

               —Disculpa.
               —No importa. —Después de cierta vacilación, el padre le contó sus recuerdos de
           cuando  Mark  era  un  bebé,  fuente  de  más  problemas  pero  infinitamente  más

           manejable—. ¿No quieres un poco de agua?
               —No, gracias, papá.
               Henry  Petrie  examinó  rápidamente  la  habitación,  sin  poder  entender  la

           estremecedora sensación de miedo que le había despertado, y que todavía persistía,
           una  sensación  de  desastre  al  que  había  escapado  por  un  pelo.  Sí,  todo  parecía  en
           orden. La ventana estaba cerrada. Todo estaba en su lugar.

               —Mark, ¿pasa algo?
               —No, papá.

               —Bueno... buenas noches, entonces.
               —Buenas noches.
               La puerta se cerró suavemente, y los pies de su padre, calzados con pantuflas,
           descendieron por las escaleras. Mark se relajó. En ese momento, un adulto podría

           haber cedido a la histeria, lo mismo que un niño un poco mayor o más pequeño. Pero
           Mark sintió que el terror se desvanecía en él. Y a medida que el terror se alejaba, la

           somnolencia empezó a ocupar su lugar.
               Antes de abandonarse por completo, Mark se dio cuenta de que estaba pensando,
           y no por primera vez, lo extraño que eran los adultos. Tomaban laxantes, alcohol o
           pildoras para dormir, para ahuyentar sus terrores y conseguir conciliar el sueño, y sus

           temores  eran  tan  mansos,  tan  domésticos:  el  trabajo,  el  dinero,  lo  que  pensará  la
           maestra si Jennie no va a la escuela mejor vestida, si me amará mi mujer, quiénes

           serán mis amigos. Pálidos miedos comparados con los que experimentan todos los
           niños en la oscuridad de sus lechos, sin poder confesárselos a nadie en la esperanza
           de ser comprendido, a no ser a otro niño. No hay terapia de grupo ni psiquiatría ni
           servicios sociales de la comunidad para el niño que debe hacer frente a eso que todas

           las  noches  está  en  el  sótano  o  debajo  de  la  cama,  a  eso  que  acecha,  se  mueve  y
           amenaza detrás del punto donde la visión se acaba. Y noche tras noche hay que librar

           la misma batalla solitaria, y la única cura es que al final las facultades imaginativas
           terminan por anquilosarse, y a eso se le llama ser adulto.
               En  una  especie  de  taquigrafía  mental,  más  breve  y  más  simple,  esas  ideas  le

           pasaron por la cabeza. La noche anterior, Matt Burke había hecho frente a un terror
           semejante  y  le  había  abatido  un  infarto  provocado  por  el  miedo;  esta  noche  Mark
           Petrie lo había superado, y diez minutos más tarde descansaba en la falda del sueño,

           con  la  cruz  de  plástico  todavía  en  la  mano  derecha,  como  un  bebé  sostiene  el




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