Page 297 - El Misterio de Salem's Lot
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sus múltiples conductos. No encontró nada.
Se dirigió otra vez hacia los escalones que subían a la cocina y miró alrededor con
ceño, apoyando las manos en las caderas. El amplio sótano estaba más limpio desde
que les había encargado a los dos hijos de Larry Crockett que le construyeran un
cobertizo para guardar las herramientas detrás de la casa, hacía un par de años. Ahí
estaba la caldera, que parecía una escultura impresionista de la diosa Kali, con sus
veinte caños que salían retorciéndose en todas direcciones; estaban los dobles
cristales para las ventanas, que tendría que hacer colocar pronto, ahora que había
llegado octubre y la calefacción estaba tan cara; estaba, cubierta de plástico, la mesa
de billar que había sido de Ralph. Eva le pasaba la aspiradora al paño cuando llegaba
el mes de mayo, aunque nadie hubiera jugado en ella desde la muerte de Ralph en
1959. Y no era mucho más lo que había allí abajo. Un cajón Heno de libros que
pensaba llevar al hospital de Cumberland, una pala para la nieve, con el mango
partido, un tablero del que pendían todavía algunas de las viejas herramientas de
Ralph, un baúl donde había guardado cortinas que ya debían de estar enmohecidas.
Pero ese olor la inquietaba. Volvió a recorrer los muros con la mirada.
Sus ojos se posaron en la puertecita que llevaba al sótano del piso inferior, pero
hoy no pensaba bajar allí, de ningún modo. Además, las paredes del otro sótano eran
de cemento; no era probable que se hubiera metido allí ningún animal. Sin embargo...
—¿Ed? —llamó de pronto, sin razón alguna. La hueca resonancia de su voz la
asustó.
La palabra se extinguió en la penumbra del sótano. En nombre de Dios, ¿por qué
se le había ocurrido hacer eso? ¿Qué iba a estar haciendo Ed Craig ahí abajo, aunque
fuera un sitio idóneo para esconderse? ¿Bebiendo? A Eva no se le ocurría que en todo
el pueblo hubiera un lugar más deprimente para beber que ese sótano. Lo más
probable era que anduviera por el bosque con ese inútil de su amigo, Virgil Rathbun,
bebiéndose el sueldo de alguien.
Así y todo, permaneció un momento más, mientras miraba alrededor. Aquel olor
era espantoso, sencillamente espantoso. Ojalá no tuviera que hacer fumigar el sótano.
Echó una última mirada a la puertecita del otro sótano y empezó a subir por las
escaleras.
8
El padre Callahan les escuchó a los tres, y cuando terminaron su relato eran las
once y media pasadas. Estaban sentados en el fresco y espacioso salón de la rectoría,
y el sol se derramaba por los grandes ventanales del frente en bloques que parecían
tan sólidos que se pudieran cortar. Al mirar las motas de polvo que danzaban en los
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