Page 299 - El Misterio de Salem's Lot
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parque; la señora Glick que retrocedía ante la cruz, su boca convertida en una herida
abierta que se retorcía; Floyd Tibbits que salía de su coche, dando traspiés, vestido
como un espantapájaros, para arremeter contra él; Mark Petrie asomado a la ventana
del coche de Susan. Por primera y única vez, se le ocurrió que todo eso pudiera ser un
sueño, y su espíritu fatigado se aferró ansiosamente a ella.
Divisó algo caído en un rincón del confesionario y se inclinó a recogerlo. Era una
cajita vacía de pastillas de menta; tal vez se le había caído del bolsillo a algún niño.
Ese toque de realidad era innegable. El cartón era real y tangible bajo sus dedos. La
pesadilla era real.
La puertecilla corredera se abrió pero Ben no pudo ver nada. Una gruesa pantalla
cubría la abertura.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó a la pantalla.
—Diga «Bendígame, padre, porque he pecado».
—Bendígame, padre, porque he pecado —repitió Ben y su voz le sonó hueca e
irreal en ese espacio cerrado.
—Ahora dígame sus pecados.
—¿Todos? —preguntó Ben, abrumado.
—Los más representativos —dijo Callahan con voz seca—. Ya sé que tenemos
algo que hacer antes de que caiga la noche.
Con esfuerzo, y procurando tener presentes los Diez Mandamientos como marco
de referencia, Ben empezó. Proseguir no se le hizo fácil. No tenía sensación alguna
de catarsis; sólo la torpe incomodidad de estar contándole a un extraño los secretos
más sórdidos de su vida. Pese a todo, se daba cuenta de que era un ritual que podía
volverse compulsivo; tan cruelmente compulsivo como el alcohol desnaturalizado
para el bebedor habitual. Era un acto que tenía algo de medieval, algo de execrable,
como un ritual de regurgitación. De pronto recordó una escena de la película de
Bergman El séptimo sello, donde una multitud de penitentes harapientos atraviesan
un pueblo asolado por la peste negra. Los penitentes van autoflagelándose con ramas
de abedul, hasta hacerse sangrar. Tan aborrecible se le hacía desnudarse de esa
manera (y perversamente no se permitió mentir, aunque podría haberlo hecho de
manera convincente) que la misión de ese día cobró a sus ojos definitiva realidad,
hasta que casi pudo ver la palabra «vampiro» impresa en su mente, y no con letras de
presentación de película de terror, sino en un cuerpo pequeño y fino, como talladas en
madera o escritas en pergamino. Prisionero de ese ritual ajeno, se sentía desvalido,
sustraído a todo contacto con su época. El confesionario podía haber sido un producto
directo hacia los días en que íncubos, hombres lobo y brujas eran parte aceptada de la
oscuridad externa y la Iglesia el único fanal de luz. Por primera vez en su vida Ben
sintió el vaivén lento y terrible de las edades, y vio su propia vida como una tenue
chispa que brillaba en un edificio que, si se viera con claridad, podría enloquecer a
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